Mi vida es un vasto poema épico sin consecuencias, con mil millones de personajes…
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Canoa, remo, lago a la luz de la luna, lobo en la colina, flor, pérdida. Montón de leña, silo, caballo, raíl, verja muchacho tierra. Lámparas de aceite, cocina, granja, manzanas, peras, casas encantadas, pinos, viento, medianoche, viejas mantas, desván, polvo. Valla, hierba, tronco de árbol, sendero, viejas flores mustias, viejas cascarillas de maíz, luna, trocitos de nube coloreada, luces, almacenes, calle, pies, zapatos, voces, ventanas, escaparates, puertas abriéndose y cerrándose, ropas, calor, azúcar, frío, excitación, misterio…
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Y ahora, tras la experiencia en la cumbre de la montaña, donde estuve solo durante dos meses sin que ningún ser humano me interrogara o mirara y donde empecé mi completo cambio de actitud respecto a mis sentimientos en la vida, ahora deseaba una reproducción de aquella paz absoluta en el mundo de la sociedad, pero estaba secretamente ansioso de algunos de los placeres de la sociedad –tales como espectáculos, sexo, comodidades, manjares delicados y bebidas—, pues no hay cosas tales en un monte. Ahora sabía que mi vida era una búsqueda de paz como artista, pero no sólo como artista. Como hombre contemplativo más bien que muy activo, en el antiguo sentido chino Tao del No Hacer Nada (Wu Wei), que es en sí mismo una forma de vida más bella que ninguna otra, una especie de fervor claustral en medio de una loca algarabía de buscadores de acción de esta clase o aquella en un mundo moderno. Había que demostrar que yo era capaz de no hacer nada aún en medio de la más ruidosa sociedad a que llegara después de descender del monte, del Estado de Washington a San Francisco, como ya se ha visto, donde pasé aquella semana de carruseles de borracheras –como dijo Cody una vez— con los ángeles de desolación, los poetas y los representantes del Renacimiento de San Francisco. Una semana, y no más, tras la cual –con una enorme resaca y, claro está, algunas dudas—, aguardé al mercancías que se dirigía a L.A., y puse rumbo hacia el Antiguo México y hacia una nueva clase de soledad en una chabola de la ciudad.
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Es bastante sencillo comprender que como artista necesito soledad y una especie de filosofía del no hacer nada que me permita soñar todo el día e hilar capítulos en olvidados ensueños que emergen años después en forma de narración. A este respecto, es imposible, puesto que es imposible que todos sean artistas, recomendar mi forma de vivir como una filosofía adecuada para todos los demás. Respecto a esto, soy un viejo ser extraño, como Rembrandt. Rembrandt era capaz de pintar a sus atareados burgueses mientras posaban, tras la comida, pero a medianoche mientras aquellos dormían para descansar y prepararse para un nuevo día de trabajo, el Viejo Rembrandt estaba levantado en su estudio poniendo sobre sus lienzos ligeras pinceladas de oscuridad. Los burgueses no esperaban de Rembrandt que fuera otra cosa sino un pintor, y por ello no iban a llamar a su puerta a medianoche a preguntar ¿Por qué vivís así, Rembrandt? ¿Por qué estáis solo esta noche? ¿Qué soñáis? Y no esperaban que Rembrandt diera media vuelta y les contestara: Debéis vivir como yo, en la filosofía de la soledad, no hay otra forma. Así, del mismo modo, estaba yo a la búsqueda de una tranquila forma de vida dedicada a la contemplación y a las delicias de ella, por causa de mi arte –en mi caso, prosa, cuentos, divagaciones narrativas de lo que veía y cómo lo veía—, pero también busqué esto como una forma de vida, es decir, para contemplar el mundo desde el punto de vista de la soledad, y para meditar acerca del mundo sin embrollarme en sus acciones, que ya se han hecho para estas fechas, famosas por sus horrores y abominaciones. Deseaba ser un hombre del Tao, que mira las nubes y deja que la historia se enfurezca bajo él.
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Echadme otra mirada para comprender mejor la historia (ahora estoy emborrachándome): soy hijo de una viuda que en este momento está viviendo con parientes, sin un céntimo. Cuanto poseo es la paga de este verano como atalayero de un monte convertida en lamentables cheques de viajero de cinco dólares, y la grande y abultada mochila llena de jerseys viejos y paquetes de cacahuetes y uvas en lata en caso de encontrarme muriéndome de hambre y todas esas cosas de los vagabundos. Tengo treinta y cuatro años, de aspecto regular, pero con los vaqueros y estrambóticas ropas la gente teme mirarme porque parezco realmente un fugado de algún centro mental con la suficiente fuerza física y un innato sentido perruno para evadirme de una institución tal, alimentarme e ir de acá para allá en un mundo que cada vez va haciéndose más pequeño en sus ideas sobre la excentricidad. Caminando por ciudades del centro de América conseguí que me contemplaran con asombro. Tenía que vivir a mi modo. La expresión inconformismo era algo que había oído vagamente en alguna parte (¿Adler? ¿Erich Fromm?) Pero estaba decidido a estar contento. Dostoievski decía: Dad a un hombre su Utopía y la destruirá deliberadamente con una sonrisa, y yo estaba decidido, con la misma sonrisa ¡a desmentir a Dostoievski! También era yo un notorio alcoholizado que explotaba donde se emborrachara. Mis amigos de San Francisco decían que era un lunático Zen, al menos un Lunático Borracho, pero así y todo se sentaban conmigo a la luz de la luna en los prados a cantar y beber. A la edad de veintiún años me echaron de la Marina por personalidad esquizoide tras decir a los doctores que no podía soportar la disciplina. Ni yo mismo puedo entender cómo explicarme. Cuando mis libros se hicieron famosos –Generación Beat— y los entrevistadores intentaban hacerme preguntas, yo les contestaba todo lo que se me ocurría. No tenía valor para decirles que me dejaran en paz, o como Dave Wain diría más tarde –un gran tipo del Gran Sur—: diles que estás ocupado entrevistándote tú mismo. Clínicamente, en el momento de comenzar esta historia, en el tejado de encima de Gaines, yo era un Paranoico Ambicioso. Nada podía evitar que escribiera gruesos volúmenes de prosa y poesía de balde, es decir, sin esperanza alguna de que fueran jamás publicados. Sencillamente, los escribía porque era un Idealista y creía en la Vida y tenía que justificarla con mis más serios garabatos. Cosa curiosa, esos garabatos fueron los primeros de su clase en el mundo, yo estaba originando (¿sin saberlo, decís?) una nueva forma de escribir acerca de la vida, sin ficción, sin estilo, sin conclusiones revisadas, la desgarradora disciplina de la verdadera prueba de fuego de donde uno no puede volverse atrás, si se ha hecho el voto de habla ahora o contén tu lengua para siempre, y toda aquella inocente y lanzada confesión, la disciplina de hacer de la mente la esclava de la lengua, sin posibilidad de mentir o reelaborar (…) Escribí aquellos manuscritos como escribo éste, en baratos cuadernillos a la luz de la vela en la pobreza y la fama.
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Mi vida es un vasto poema épico sin consecuencias, con mil millones de personajes, aquí llegan todos, tan suavemente como giramos hacia el este, tan suavemente como la tierra gira hacia el este.
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[Todos estos fragmentos en prosa pertenecen al libro titulado Ángeles de Desolación de Jack Kerouac, editado en idioma español por Biblioteca Universal Caralt en la década del setenta. Fueron publicados, también, en la Aquí y Ahora Nº 3 de septiembre de 2002, que era una revista de distribución gratuita dedicada mayormente a la literatura. La tirada era de 1000 -mil- ejemplares.]