miércoles, 18 de julio de 2007

Frases contundentes y fragmentos en prosa muy inteligentes para considerar ciertas ideas de André Maurois, escritor francés, (1885-1967)

La importancia del papel que representa un escritor en la vida de su época no es, ni debe ser, proporcional a la perfección de sus obras ni a la solidez de su doctrina. Una filosofía frágil y menguada puede seducir a toda una generación si está expuesta por un gran artista y si aporta una respuesta, aunque sea deficiente, a las preguntas que, en el momento en que adviene el mensaje, son las que inquietan a los hombres (…) El carácter del escritor, su elocuencia, su irradiación personal operan también, y puede acontecer que posea algunas de las cualidades del apóstol y que no tenga todas las del novelista.
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En fin, una novela puede estar admirablemente compuesta y escrita, y, sin embargo, no interesar a los hombres de nuestro tiempo.
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Hay que creer en el poder de la voluntad. No es verdad que el porvenir esté totalmente determinado. Un gran hombre puede modificar el curso de la historia. Todo el que tenga el valor necesario como para querer algo, puede modificar su propio porvenir.
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Y como el límite de la voluntad depende de aquello a lo que nos atrevamos, es necesario que siempre nos gobernemos lo mejor posible, sin preocuparnos por el límite. La pereza y la cobardía son renunciamientos; el trabajo y el coraje, en cambio, están amasados en actos voluntarios. Y quién sabe si la voluntad no es la reina de las virtudes.
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No os faltará trabajo. Jamás os faltará qué hacer. Cuánto más encontremos, más sabremos que no sabemos nada.
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Tener una cultura no significa saber un poco de todo, ni tampoco saber mucho acerca de un solo tema, sino conocer a fondo algunos grandes espíritus, nutrirse de ellos, agregarse a ellos. Quisiera darle maestros, un cierto número de maestros, que lo seguirán durante toda la vida. Quisiera que no dejara de leerlos y de releerlos, quisiera que se hallara usted tan cómodo en el pensamiento de ellos como en el suyo propio, en la obra de ellos como en sus recuerdos.
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Toda acción que involucre alguna grandeza exige un juramento ante sí mismo. Este juramento será difícil de mantener, pero si no hay juramento, nunca se hará nada.
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La imaginación es el peor enemigo de la tranquilidad de espíritu. En efecto, es ella la que muestra, en el porvenir, aspectos temibles, peligrosos, y la que, en el pasado, busca vuestros recuerdos penosos para soñar en vano con lo que hubiera podido ser y no fue.
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En efecto, vivir en el anonimato, hacer bien lo que se hace, acoger los placeres y los días, he ahí uno de los caminos de la felicidad. Sin embargo, sólo se adecua a las almas completamente libres de ambición. Ello supone, en un hombre como usted, una certeza tan sólida en su fuerza que no siente necesidad de probarla enfrentando rivales; antes de emprender la marcha por el camino de la juiciosa sombra, asegúrese que es capaz de seguirlo sin arrepentimientos.
Pero si, al contrario, decide usted jugar el juego común y arrojarse de lleno en la contienda, entonces deberá observar las condiciones que impone la sociedad.
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Si se siente usted con el genio suficiente como para convertirse en un creador, sea en ciencias, en letras o en artes, entonces apártese de los caminos reales y siga el sendero solitario, extraño, que lleva quizá a la cima.
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Byron decía de las mujeres: No podemos vivir con ellas ni sin ellas. Usted sólo no tendrá que vivir sin ellas sino que podrá vivir con ellas. Desde mi adolescencia pienso que son ellas las que nos proporcionan los mayores placeres que un hombre puede gozar. Me gustaban las presentaciones, los encuentros, los primeros regalos, la temerosa espontaneidad de las caricias. No se prive usted, por timidez o por escrúpulo, de semejantes recuerdos, que son los más bellos de la vida, y que hasta en la vejez se evocan todavía con nostalgia. Quien no ha conocido los amores de juventud se siente frustrado y sin consuelo posible.
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Es tanta la dulzura de los descubrimientos que prolongarlos produce un inmenso placer. Forme usted una juventud tierna y apasionada. Las cartas pueden desempeñar un importante papel en sus amores. Y aún hoy. Por supuesto, no son un arma eficaz más que para el enamorado que escribe bien. Pero el amor otorga estilo, y toda mujer encuentra cierta belleza en los elogios dirigidos a su persona. Una carta penetra más hondamente que un llamado telefónico. Este, improvisado, siempre será imperfecto. La carta, en cambio, se transforma en una obra de arte, y en ella sus deseos se traslucen en una forma acabada.
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Las mujeres, se lo repito, necesitan que se ocupen de ellas, que se les hable. Si no lo hace usted, lo hará otro.
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La verdadera vida, fíjese bien, está junto a usted, en las flores de su césped, en el pequeño lagarto que se calienta al sol en su balcón, en los niños que miran a su madre con ternura, en los amantes que se estrechan el uno contra el otro, en todas esas casitas en que las familias tratan de alimentarse, de amar, de jugar. Nada es tan importante como esos humildes destinos, cuya suma constituye la humanidad. Sólo los hombres son tan fáciles de engañar. Por algunas palabras no definidas se matan entre sí, se creen perseguidos, se odian. En la medida en que le sea posible, llámelos a la verdadera vida, a los placeres y a los afectos sencillos.
Y elija para usted mismo vivir, en vez de representar, en una tragicomedia un papel en el que no cree. La vida es demasiado corta para ser pequeña.
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Toda acción que involucre alguna grandeza exige un juramento ante sí mismo. Este juramento será difícil de mantener, pero si no hay juramento, nunca se hará nada.
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Con el rico sucede lo mismo que con el conquistador; saber detenerse a tiempo constituye una de las mayores virtudes, pero muy pocos la poseen.
Y, sobre todo, tenga cuidado inclusive de la más grande de las riquezas si es usted capaz de creación artística. La naturaleza del artista es tal que la pobreza, la desdicha, le arrancan obras maestras. ¿Qué habría sido Balzac sin la miseria, sin los acreedores, la prisión por deudas y los usureros? Esa vida difícil lo ponía en relación con tipos humanos mucho más raros que el rico –protegido en exceso en su hermosa casa por secretarios y valets— nunca podrá conocer. La necesidad lo obligaba a trabajar. Si no lo hubieran esperado en la puerta los comerciantes, dispuestos a detenerlo si no les pagaba tal o cual efecto ¿habría producido cuatro novelas por año y escrito cuentos admirables en una noche de labor y de éxtasis? He visto músicos y pintores esterilizados por la fortuna. Sólo escapan a este destino los que, habiendo conquistado la riqueza, siguen trabajando como en los tiempos de pobreza. Víctor Hugo administraba con maestría una inmensa fortuna, pero quiso vivir como un pobre, hasta la tumba. Se salvan también artistas que, como Balzac, derrochan todas sus ganancias en sublimes locuras el mismo día en que las consiguen.

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Cuando le pregunté: ¿Qué piensa hacer de su vida?, me respondió usted: Escribir, tal vez. Es necesario borrar el tal vez, o renunciar. Escribir es una vocación imperiosa o no es vocación en absoluto. Víctor Hugo, de niño, quería ser Chateaubriand o nada. Un escritor nato escribe porque tiene algo que decir y sólo puede decirlo escribiendo. Si la blancura de la página le atrae; si está dispuesto a sacrificarlo todo para arrojar al mundo los pensamientos que bullen en su interior, en busca de expresión; si sabe usted que continuará escribiendo a pesar de los fracasos, a pesar de las críticas hostiles; si, como Proust, ha experimentado un sentimiento de liberación y de triunfo cuando, mediante una frase perfecta, describió con exactitud un personaje, un objeto o un sentimiento, entonces ¡adelante! Pero sepa usted que con ello abraza una religión y que tendrá que trabajar de por vida, más que en ningún otro oficio. Cuando vemos un libro acabado, pulido, ajustado, nos sentimos tentados de considerarlo como un fenómeno natural. Allí están Madame Bovary, Adolfo y El padre Goriot, como una encina o como un manzano. En verdad su nacimiento exigió cuidados y trabajos increíbles. Hágase mostrar los sucesivos manuscritos de una gran obra. ¡Cuántos arrepentimientos! ¡Cuántos agregados! ¡Cuántas correcciones que surgen como cohetes en los márgenes! ¡Cuántos recortes pegados alrededor de las pruebas y que forman un extraño encaje! Indudablemente, hay momentos de éxtasis en los que en una noche se escribe treinta páginas al hilo. Pero este primer chorro, por ardiente que sea, requerirá que se lo remodele, que se lo corrija. Y, junto a horas de dichosa creación, ¡cuántos días difíciles en los que el escritor vacila entre una obra y otra, acerca de la elección de un tema, cuántos comienzos arrojados al vacío, cuántas circunstancias en las cuales el que creía haber engendrado una obra de arte se da cuenta de que lo que abrigaba con ternura en su corazón no valía un comino!
Vosotros que entráis aquí, abandonad, no toda esperanza, sino toda pereza y toda vanidad.

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[Todos estos fragmentos en prosa pertencen al libro titulado La conducción de la vida del escritor francés André Maurois (1885-1967), Editorial y Librería Goncourt, Buenos Aires, 1967]