viernes, 26 de octubre de 2007

Carta a Damián Tabarovsky, escritor y Director Editorial de Interzona Editora, de Argentina, septiembre de 2007

Miércoles 12 de septiembre de 2007
(Por la noche)

Señor Damián Tabarovsky:

Creo que usted puede ser mi salvación, en cierto sentido –en un sentido muy práctico y concreto y real—. Disculpe que comience la carta así, de este modo tan apresurado, pero la urgencia y la emergencia real que me circundan, me obligan a encarar esta carta de este modo –y de los modos que vendrán de aquí en más hasta haber finalizado la carta y los comentarios que necesito hacerle—. Recién leí por vez primera su última columna del diario PERFIL del domingo pasado, la que habla sobre la peor letra de rock y cómo le gustó a usted la versión cantada por Johnny Cash. Permítame decirle, con total humildad, que la columna o la nota breve o el artículo corto que fue publicado el domingo anterior a la nota sobre Johnny Cash, me pareció un poco mejor, y que varias de las notas ya publicadas anteriormente, también me parecen mejores que estas últimas. Se lo digo como lector de su columna y como lector del suplemento de Cultura del diario PERFIL en general, como lector crítico, y hasta se lo digo como si fuera una advertencia amistosa, aunque no seamos amigos. Me gusta cómo escribe usted. Leo siempre su columna y también la de Quintín y la de Maximiliano Tomas. El resto del contenido puedo leerlo o no, según el día, según las ganas de leer que tenga ese día, si hay avidez de lectura o si no la hay. Pero las tres notas breves o columnas que recién le mencioné, esas sí que las leo todos los domingos en los que compro el diario –a veces no lo compro—. Pero mi intención con esta carta no es adularlo a usted ni mucho menos. Le escribo porque usted es el Director Editorial de Interzona Editora; editorial que me interesa mucho por sus características e ideología o línea editorial, digamos. Me refiero específicamente al contenido de los libros. A cada editorial le interesan ciertos contenidos en particular o en especial. Y en Interzona siento y percibo cierta afinidad o simpatía o complicidad y condescendencia. Me alegro cuando veo reseñas de sus libros en las revistas de cultura. Una vez me llamó la atención una columna suya, en donde decía que los domingos se compraba y leía cuatro diarios, creo, y creo, también, que eran los siguientes: PERFIL, La Nación, Clarín y Página / 12. Eso lo leí hace bastante, y me sentí muy identificado. Yo ni loco me compraría los cuatro diarios, pero sí me compro dos los sábados a la mañana –Clarín y La Nación, porque ahora trae la revista cultural de los sábados, Adn Cultura— y a veces me compro dos los días domingo –PERFIL, que lo compro casi exclusivamente por el suplemento de Cultura, y el Clarín, que es más popular pero que igual entretiene entre facturas y mates mañaneros—. Pienso que la editorial que más me gusta de todas es y será Anagrama, de España, por el contenido de los libros y el diseño gráfico de las tapas de los libros y por lo que significa la editorial en sí; la Contracultura, el Underground, lo polémico, los excéntricos, los transgresores, los buenos narradores, los mitos y las leyendas, etcétera, etcétera. ¿Qué hice? En abril del año pasado, el 2006, le envié una extensa y desfachatada carta al fundador de la editorial, el muy conocido e influyente Jorge Herralde. No creo que Jorge Herralde haya leído la carta ni el material que le envié desde mi casa hasta Barcelona, hasta su oficina en la calle Pedró de la Creu. La que sí leyó la carta, por lo menos, fue una mujer llamada Paula Canal, que no sé qué cargo o puesto desempeña dentro de la Editorial Anagrama. Después me mandaron una carta en donde decían que iban a evaluar el material en el departamento de lectura, o algo así, y que luego, pasado el tiempo, debería retirar los originales personalmente. Yo les dije, entonces, que me quedaba un poquito lejos como para ir y que no había problemas, que en todo caso se los regalaran a algún argentino que anduviera dando vueltas por Barcelona. Hace un mes aproximadamente, me llegó un paquete de Anagrama devolviéndome mis cosas, el material literario –los poemas y las prosas—, las veintiséis fotografías que les había enviado y varias cosas más, como todas las fotocopias de las tapas de los catorce números de las dos revistas literarias que dirigí en años anteriores –Trascender y Aquí y Ahora—. La carta, nuevamente escrita por Paula Canal, dice lo siguiente:
13 de noviembre de 2006

Estimado Esteban Costa,

Le devolvemos los originales que nos remitió para su posible publicación.

Sentimos comunicarle que debido al exceso de títulos contratados, no nos resulta posible incluirlo en nuestra programación, sin que ello suponga un juicio negativo de la obra.

De todas formas confiamos en que no tenga problemas para su publicación en cualquier otra editorial con menos agobio de títulos y, agradeciéndole que haya pensado en Anagrama, le saludamos muy cordialmente.

Atentamente,
Paula Canal


Ella dice que ellos confían en que yo no tenga problemas para publicar mi libro, mi novela, en cualquier otra editorial con menos agobio de títulos. También dice que el hecho de devolverme los originales no implica un juicio negativo de la obra; ¡menos mal! También me mandaron un libro de regalo, uno de Kenzaburo Oé titulado Cartas a los años de nostalgia, porque yo en la carta le comentaba –supuestamente a Jorge Herralde— que andaba con ganas de leer un libro de Kenzaburo Oé, ¡Despertad, oh jóvenes de la nueva era!, y ellos me mandaron otro de Kenzaburo, como un regalo, como un guiño amistoso. Para mí que el libro me lo mandó la misma Paula Canal, aunque el mensaje no dice nada al respecto. La verdad es que fueron muy generosos al haberme devuelto todo el paquete que yo les había enviado y que me había costado mucho dinero, para lo que es mi bolsillo de joven trabajador de clase media baja de los barrios suburbanos… No soy pobre pobre, ¿entiende? Sobrevivo, y gracias a Dios que sobrevivo. Pero para enviar ese paquete a España había tenido que ahorrar, y ellos sabían mi situación económica si leyeron alguna parte de la novela, que es autobiográfica, y se toca el tema de la desesperación del protagonista, Emanuel Klodi –que soy yo mismo—, para poder conseguir un buen sustento, un buen sueldo o algún milagro que lo haga salir de su situación casi caótica y desesperante. Lo cierto es que había pensado que si me iba mal con mi intento de conquistar alguna editorial española –y no sólo Anagrama—, iba a tener que hacerlo, el intento, con alguna editorial argentina, y desde hace mucho venía pensando en Interzona como una opción, o casi como en la única opción para mí y mi literatura, dado como está todo en la actualidad en el mundo de las editoriales y la venta de libros. Un escritor como yo no tiene muchas opciones, en realidad. Nunca se me cruzó por la cabeza pagar con mi dinero para que me imprimieran y vendieran algún libro mío, y jamás pagaré, por lo menos a esa clase de editoriales. Una vez le dije a un escritor amigo eso mismo, que yo nunca iba a pagar, y que si nunca me iban a editar, iba a ser porque yo era un mal escritor, entonces estaba bien no ser editado. Este escritor publicaba sus libros en la Editorial Dunken, que usted muy bien debe conocer si lee la revista de cultura Ñ –estoy seguro que la lee todos los sábados—, porque allí esta editorial invade con sus anuncios publicitarios de página entera, como también lo hace Editorial de los Cuatro Vientos, aunque menos, porque tienen menos dinero y sólo pueden pagar media página en publicidad, y no una entera como hace siempre su principal editorial competidora. Ni siquiera leo los títulos de esos libros que publican.

Anoté algunas cosas que leí sobre Interzona en una especie de carta de presentación de la editorial:

Su estilo es moderno, innovador, crítico (…) Interzona publica literatura y ensayo contemporáneo. Esto es: escrituras arriesgadas, actuales (…) En su catálogo conviven autores jóvenes y consagrados; narradores, poetas y ensayistas; escritores argentinos y extranjeros. Interzona es una editorial desprejuiciada, intelectual y lúdica. Creemos que la heterogeneidad es un buen modo de definir el presente (…) IZ Latinoamericana: Con más de cuarenta títulos editados, la colección ocupa un lugar de referencia en la publicación de narrativa y poesía latinoamericana.

Si elegí estas oraciones es porque sentí identificación, en algún nivel, con ellas. Creo que yo mismo soy innovador y crítico, aunque no sé si moderno –en mi forma de vestir seguro que no—. Escribo cosas arriesgadas y actuales; tan arriesgadas e íntimas que hasta me da un poco de miedo darlas a conocer. Soy narrador, soy poeta y también ensayista, aunque no escribí ni un solo libro que sea del género ensayo. Quiero decir, intercalo ensayos breves en todos lados, casi siempre en las novelas. Intento ser novelista. Dejé de escribir poemas, pero ya escribí más de doscientos, creo. También creo que soy desprejuiciado, intelectual y lúdico, es decir, me gusta el juego en la literatura, ya sea con el lenguaje o hasta con inusitados vuelos de la imaginación… (Vio, soy poeta…). Se supone que soy un intelectual, por lo menos el más intelectual de todos mis amigos del barrio y de las andanzas barriales –para nada intelectuales—. Y mis libros son bastante heterogéneos –aunque en el fondo o al final, viendo toda la estructura, pueden terminar siendo homogéneos, unidos, compactos, de un mismo tono y tonalidad—. Pueden ser heterogéneos porque hablo de muchas cosas o compongo el libro con diversos materiales, hasta con cartas de amigos y amigas, o escritos de amigos y amigas, aunque ellos a veces no lo saben. Y la colección que elegí sería ésa, IZ Latinoamericana, porque es la colección en donde se publica la narrativa, y yo narro y soy narrador; ya lo verá y ya lo leerá, si le interesa y tiene ganas. No soy del ambiente literario ni me interesa serlo, en todo caso, estoy más de su lado –el equipo del suplemento de Cultura— que del lado de Ñ o Adn. ¿Se entiende? Ustedes vendrían a ser los más polémicos, los que critican y se animan a criticar si les parece necesario hacerlo. El otro día lo de Andrés Neuman en Ñ me pareció bueno, lo del Señor Mercado, seguro que usted lo leyó. Pero Neuman y Garcés viven afuera del país, entonces, ¿me tendré que ir del país para que me publiquen una nota? Y como ellos viven afuera y muy bien, ganando euros y también los pesos argentinos que les deben llegar en cheques, no hablan de temas sociales, su literatura no es para nada comprometida, sólo está comprometida con el Señor Mercado, aunque se hagan los rebeldes… Garcés, en PERFIL, dice que le gusta el comienzo de Trópico de Cáncer de Henry Miller. ¿Y qué tiene que ver Henry Miller con Garcés, que usa elegantes sacos y toma café en París, leyendo la prensa argentina a la distancia, y escribiendo estupideces en la revista Ñ…? Aunque prefiero leer un artículo de Garcés a tener que leer algo de Marcelo Birmajer o de Pablo De Santis. Disculpe, Tabarovsky, que le hable de este modo, pero usted sabrá entender. Si usted no logra entenderme, entonces yo estoy perdido y no cosecharé ningún amigo en ningún cobijo del ambiente literario local. El ambiente en el cual usted se desenvuelve sí me parece digno y respetable. Respeto mucho a Juan José Sebreli, que siempre lo veo hablando en el programa de televisión Los siete locos de Cristina Mucci… Y se pone a hablar y no para… Es un gran intelectual y hace un muy buen trabajo en el suplemento. Tengo diez libros y medio para ofrecerle, para que usted considere como Director Editorial de Interzona Editora. No le voy a hacer un gran envío por correo electrónico, eso no, sería un poco disparatado, pero sí le enviaré algunas cosas para que considere con seriedad y análisis mi escritura. No tengo problema en demostrar todo lo que digo. Tengo las cartas de Anagrama, tengo todas mis revistas, un libro en el cual participé como co-autor y que no pagué nada y me regalaron dieciséis ejemplares del mismo –Historias del Movimiento Anárquico Organizado de Agitación Surrealista, de Ediciones Ubik—. Podría conversar con usted en un café, o incluso tomando mate en mi casa; le puedo mostrar cualquier libro de todos los libros que escribí y hasta las montañas de hojas manuscritas de todos esos mismos libros. Eso existe y está. Que le guste mi literatura o no le guste, es otro tema. Que la parezca buena o mala o regular, es otra cuestión. Yo tengo los libros y usted tiene el discernimiento y el apoyo de una editorial detrás. Le enviaré en forma adjunta los mismos sesenta poemas que envié a Anagrama, y las prosas serán otras –les había enviado sesenta hojas A4 con márgenes chicos llenas de narrativa, de mi libro anterior al último, al de ahora que sigo escribiendo—. También leí por ahí que usted está por cumplir los cuarenta años; yo pensé, por su escritura, que era más joven. Yo tengo veintisiete años, aunque ya estoy más cerca de los veintiocho. Lo dejo, gracias por leer y escuchar, de algún modo –yo cuando escribo, digo, hablo, te cuento y les cuento—. Creo que no se me ocurre más nada para decirte –ahora te trato de vos, quizás sea mejor así—. También hace poco me respondió a un mensaje Juan Carlos Kreimer, pero luego no escribió más –el ambiente en donde se desenvuelve Kreimer también me interesa, en cuanto a lo local—. En mi blog personal hay dos o tres fotos mías, y no más porque me parecía muy egocéntrico, ¿no? Parezco de menos edad, eso es seguro, me lo dicen todos, pero tengo los años que tengo y fueron vividos bastante intensamente, creo, sino ¿de dónde salió todo lo que escribí? De ahí salió todo; todo, todo salió de ahí. Y luego, creo, por saber utilizar el arte narrativo para poder ordenar todo eso. No te digo más nada, se hace muy tarde. Pienso que una novela mía en particular puede interesarles; Mítico Sur se titula, y la escribí entre el 2001 y el 2002, tiempos escabrosos, por cierto. Un abrazo grande, seguí así, por lo menos conocés lo que piensa uno de tus lectores dominicales. Adieu.

Esteban Costa

P.D. Incluso puedo darte el manuscrito de esta carta, que fue escrita a mano, porque suelo hacer eso, regalar los manuscritos de las cartas, aunque el de Jorge Herralde volvió con el paquete…

P.D. II. Esperaré pacientemente una respuesta, aunque sea breve o negativa, o breve y negativa; aguanto y resisto igual, y si es positiva, desbordaré de alegría por la esperada realización.


Mi amigo Reichel es sólo un pretexto para permitirme hablar acerca del mundo, el mundo del arte y el mundo de los hombres, y de la confusión y eterna incomprensión que existe entre ambos. Cuando hablo de Reichel me refiero a cualesquiera de los buenos artistas que se sienten solos, ignorados, subestimados. A los Reichel de este mundo los están matando como a moscas. Siempre será así; el castigo por ser diferente, por ser artista, es cruel.
Nada cambiará este estado de cosas. Si se lee cuidadosamente la historia de nuestra grande y gloriosa civilización, si se lee la biografía de los grandes, se verá que siempre ha sido así; y si se lee con mayor detención aún, se advierte que estos hombres excepcionales han explicado por qué debe ser así, aun cuando, con frecuencia, se lamentan con amargura de su suerte.
Todo artista es un ser humano, ya sea pintor, escritor o músico, y nunca es más humano que cuando trata de justificarse a sí mismo como artista. Como ser humano, Reichel casi me trae lágrimas a los ojos. No solamente porque no ha sido reconocido –mientras miles de hombres inferiores a él están regodeándose en la fama—, sino en primer lugar, porque cuando se entra en su habitación en el hotel barato donde realiza su obra, la santidad del lugar conmueve profundamente (…) Este hombre tenía que hacer estas cosas o morir. Este es un hombre desesperado, y al mismo tiempo lleno de amor. Está tratando desesperadamente de abrazar el mundo con este amor que nadie aprecia. Y encontrándose solo, siempre solo y desconocido, está lleno de sombría tristeza.

Del relato titulado El ojo cosmológico del libro Max y los fagocitos blancos –Santiago Rueda Editor, 1967— de Henry Miller.

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sábado, 21 de julio de 2007

Richard O' Connor reveló al verdadero Jack London en una excelente biografía; he aquí algunas partes cruciales para conocer al aventurero escritor...

La fuerza motriz que lo impulsó a producir cincuenta libros en dieciséis años de su carrera profesional fue el insaciable deseo de éxito, con todos sus beneficios. Si en su juventud fue atraído por Marx, también había leído a Horatio Alger, de niño. Quería ver un mundo mejor y radicalmente diferente, pero, entretanto, se proponía firmemente disfrutar de todos los beneficios materiales de una sociedad a la cual creía podrida y corrupta. Estaba orgulloso de ser socialista y revolucionario, pero tenía un ayuda de cámara que lo llamaba Señor Dios sin correr el menor riesgo de ser reprendido. Discutía la revolución que se aproximaba, en su mesa de gran señor. Podía comer el pan proletario y al mismo tiempo el pastel capitalista. El resultado fue una indigestión predecible y fatal. Ya que London era un precursor en más de una manera que la puramente literaria, sin la intención de serlo y sin querer demostrar a través de su propia vida que los frutos de una sociedad materialista pueden ser amargos, demostró que también puede ser cierto que nada frustra tanto al hombre como el éxito. Señaló un cambio en los conceptos trillados. Antes de la primera guerra mundial se creía el hombre próspero vivía feliz siempre. Desde entonces, los héroes de la Leyenda del Éxito han sido condenados a un fin trágico, frustrado; sus luchas, generalmente, terminan en alcohol y en desilusión.
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De todos los héroes y víctimas del éxito norteamericano los escritores son los más propensos al accidente psicológico. Casi ninguna figura literaria notable, desde el principio del siglo, ha escapado a esta suerte. Upton Sinclair ha hecho una lista de los escritores célebres conocidos por él, que han sido mutilados por lo que él llama las garras de John Barleycorn. Todos ellos han sido aclamados y muchos de ellos se han hecho ricos debido a su talento, inclusive el mismo London (…) Si hay una razón definitiva de este fenómeno, este infortunio tan común en el éxito literario es muy posible que se encuentre en la vida y en la obra de London. Casi todo lo que escribió se derivó de su propia experiencia. Muy poco de su vida y de sus pensamientos lo escondió de su público. Vivió en un acuario construido por él mismo, en el cual se colocó en exhibición, noche y día, durante las épocas buenas y las malas, hasta la última hora de su existencia.
Fue su habilidad para llevar a cabo la transmutación de la vida a la literatura, los hechos aventureros y ásperos de su propia existencia, lo que impide hoy que los libros de Jack London se empolven en las bibliotecas. Nadie ha captado mejor esta cualidad de London que el crítico inglés Stephen Graham, quien escribió en The Death of Yesterday: Es un escritor viviente. Sus libros se seguirán leyendo cuando muchas grandes obras de arte de hoy no sean más que nidos de polvo. Es inferior a Conrad, pero más grande… Es el escritor del hombre joven. Entre él y la juventud, vuela una chispa viviente. Tiene el poder de animar y poner en marcha lo que todavía está quieto e inmaduro… No escribió para los Estados Unidos perfectos, sino para los Estados Unidos aún sin terminar.
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Muy pronto descubrió lo que constituiría el personaje central de su obra. Como en muchos escritores de altura, ese personaje era él mismo.
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Tal como la vio posteriormente, su lucha durante el invierno de 1898 a 1899 por escribir algo que compraran las revistas y los periódicos hubiera sido menos penosa, de haber conocido a alguien que le hubiera servido de guía. No conocía a nadie que se ganara la vida escribiendo, ni siquiera a un escritor profesional tan secundario como un periodista. No había nadie que leyera su manuscrito y le dijera en dónde se había apartado de las reglas. También le molestaba que a pesar de haber perdido un poco de tiempo en la escuela secundaria y en la universidad tendría que olvidar casi todo lo que ahí había aprendido acerca de literatura. Sus profesores, decía, a pesar de ser tan eruditos en las sutilezas y refinamientos de la prosa en inglés, sencillamente no sabían nada en 1899 acerca de los problemas prácticos de escribir y vender lo escrito. Si hubieran sabido algo, hubieran abandonado sus aulas y estarían golpeando sus máquinas de escribir. Tampoco podía sacar provecho del rechazamiento de sus manuscritos. Las notas que recibía con ellos, casi invariablemente, eran cartas ya hechas, que no le indicaban en dónde había fallado, o cómo podría hacer sus cuentos más aceptables.
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Desde el principio, su enfoque fue estrictamente profesional. Escribir por otra cosa que no fuera dinero le parecía ridículo. Para él, era un trabajo duro, aun en aquella época, y lo fue más duro posteriormente. En lo que a él se refiere, desconoció la alegría de crear. Insistía en que la única cosa que le proporcionaba alegría al escribir era abrir apresuradamente los sobres con los cheques de los editores. Desde el principio estuvo convencido de que la alegre fiebre de la composición creadora, era exclusivamente de aficionados.
Su mira no era llegar hasta la cima de la literatura, sino, como dijo a sus amigos socialistas, producir mil palabras diarias y venderlas a centavo la palabra. Todo eso era mercancía cerebral. No valía la pena hacer nada que no tuviera éxito en el mercado.
Por supuesto, había exceso de protestas en todo esto. Es cierto que al final de su carrera escribir se convirtió para él en una tarea agotadora. Sin embargo, en sus primeros años de escritor la sola calidad de su prosa –su vehemencia, su vitalidad, su ritmo ondulante— indicaban que debió haber encontrado por lo menos un deleite momentáneo en su trabajo. Quizá haya sido la satisfacción del artesano, más bien que el embeleso del poeta; pero ni el escritor más mercenario puede producir una frase excelente sin felicitarse a sí mismo.
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Ya con una reputación y algo de celebridad en la localidad, podía imponer respeto a sus acreedores, para que le dieran más tiempo. En una casa grande, era más fácil vivir por encima de sus medios que en los cuartos de una vivienda. Continuó escribiendo cuentos, ideando empresas más grandes y, por dinero contante y sonante, convino en escribir una serie de artículos para el suplemento dominical del Examiner de San Francisco, sobre temas que variaban desde boxeadores profesionales hasta una borrachera con cerveza alemana. Había absorbido el credo del hombre que trabaja por su cuenta, de que si uno sigue produciendo y haciendo circular el material en gran cantidad, algo de ello tiene que encontrar acomodo.
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El Daily News de Yale informó que Jack había dicho que en todo el mundo existían siete millones de hombres que luchaban por derrocar al capitalismo. Estos hombres se llaman entre ellos camaradas, mientras luchan hombro con hombro, bajo el estandarte de la rebelión… La revolución está aquí, ahora. ¡Deténgala quien pueda!
El también había asistido a la universidad, dijo, y la encontró limpia y noble, pero no encontré la universidad viva… Y el reflejo de esta universidad ideal que encontré fue el conservadurismo, el desinterés del pueblo norteamericano por aquellos que sufren, que están necesitados. Así, me interesé en el intento de incitar en la mente de los jóvenes de nuestras universidades un interés en el estudio del socialismo… Si los universitarios no pueden luchar con nosotros, queremos que luchen contra nosotros, que luchen sinceramente contra nosotros, por supuesto. Pero lo que no queremos es lo que se obtiene hoy y lo que se ha obtenido en el pasado de la universidad; sólo un amortecimiento, falta de interés, e ignorancia en lo que se refiere al socialismo. ¡Luchen por nosotros, o luchen contra nosotros! ¡Levanten su voz, de un modo o de otro! ¡Tengan vida!
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Jack les dijo: Se ha confiado el mundo a ustedes; y ustedes lo han embrollado y administrado mal. A pesar de sus jactancias, ustedes son incompetentes. Hace un millón de años, el hombre de las cavernas, sin herramientas, con un cerebro pequeño y con nada, excepto la fuerza de su cuerpo, pudo alimentar a su mujer e hijos. Ustedes, armados con todos los medios modernos de producción, que multiplica un millón de veces la capacidad productiva del hombre cavernario; ustedes, incompetentes y atolondrados, son incapaces de asegurar a millones de gente siquiera la mezquina cantidad de pan que sostendría su vida corporal. ¡Han administrado mal al mundo y éste les será arrebatado!
Por la impresión que daba Jack, antes de regresar a California, a principios de febrero, parecía estar prometiendo una revolución antes del desayuno. La revolución está aquí, ahora. ¡Deténgala quien pueda! Parecía que el espíritu de insurgencia lo había inflamado. A pesar de todos sus pregones desde la tribuna, sus propios planes, para el futuro cercano, incluían muy poca actividad revolucionaria. Su único deseo era alejarse de todo, recluirse en la Posada Wake Robin, de la cual le arrendaban una parte la señora Eames y Edward Payne, y concentrarse en su carrera literaria.

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A mediados del verano trabajaba asiduamente en The Iron Heel, libro que ha sido calificado desde plan detallado del fascismo –Maxwell Geismar— hasta el predecesor de 1984 de George Orwell –Max Lerner—. Ahora es una curiosidad que no se publica desde hace mucho, pero fue uno de los libros más poderosos e influyentes de su tiempo.
De la escena prehistórica de Before Adam, Jack se cambió al futuro, en The Iron Heel. Se pretendía que éste era el manuscrito que había dejado Avis Everhard, esposa del dirigente socialista, como una historia de años imaginarios en que la Oligarquía había aplastado la Revolución del Pueblo. Jack tomó su tema de Our Benevolent Feudalism, de W. J. Ghent, publicado varios años antes, y que preveía la integración completa del capital en una dictadura de mano de hierro.
En esta novela, orientada hacia el marxismo –aún es muy popular en Rusia—, Jack imaginó lo que sucedería cuando los oligarcas gobernaran en los Estados Unidos y aplastaran la oposición socialista. Su héroe, Ernest Everhard, organizó un ejército clandestino llamado Grupos de Lucha, que eran la única espina del lado del Talón de Hierro que éste nunca podría arrancarse. (Por supuesto, Everhard había sido modelado a semejanza del autor, o de lo que Jack se imaginó que sería él como el caudillo de la contrarrevolución socialista. La historia de amor de la novela era la de Charmian y él. Su rancho en el Valle de la Luna era el escenario de la retirada de último recurso de Everhard. Como marxista literario, Jack era todo un culto de la personalidad de un solo hombre).
La confrontación de Everhard con los oligarcas, en su cuartel general de San Francisco, era una de las escenas más conmovedoras de la novela. Everhard les advierte que tiene tras él a veinticinco millones de proletarios militantes, listos para oponerse a la oligarquía de la economía y la industria. El grito de ese ejército es: ¡Sin cuartel! Queremos todo lo que ustedes poseen. No quedaremos satisfechos con nada menos que con todo lo que ustedes poseen. Queremos en nuestras manos las riendas del poder y el destino de la humanidad. He aquí nuestras manos. Son manos fuertes. Vamos a quitarles su gobierno, sus palacios y todas sus purpúreas comodidades, y desde ese día tendrán que trabajar por su pan, como el campesino en los campos o el empleado hambriento e insignificante de sus metrópolis…
A esto, la Oligarquía responde: Cuando estiréis vuestras manos jactanciosas, para tomar nuestros palacios y nuestras purpúreas comodidades, os enseñaremos lo que es la fuerza. Nuestra respuesta se expresará en el rugir de las bombas y la metralla, y en el gimoteo de las ametralladoras. Pulverizaremos a vuestros revolucionarios bajo nuestro talón y caminaremos sobre vuestros rostros. El mundo es nuestro, nosotros somos sus amos, y nuestro seguirá siendo…
La contrarrevolución socialista termina en una derrota sangrienta y el pueblo queda reducido a la servidumbre. Una de sus tareas consiste en la construcción de la megalópolis de Asgard, la cual es terminada en 1984 –uno se pregunta si esa fecha se grabó en la memoria de George Orwell, quien leyó The Iron Heel, como admirador de London, en su niñez, y que consideraba sus libros como no bien escritos, pero bien dichos.
El diario de Avis Everhard termina con la predicción de que cuando estalle la gran Revolución y el mundo resuene con la marcha pesada, la marcha de millones, será derrocada la Oligarquía y el socialismo triunfará.
The Iron Heel, escrita con todo el ardor y la pasión revolucionaria a la disposición de Jack, apareció poco después que comenzó el pánico de 1907 y no fue un gran éxito, inmediatamente. Con el tiempo se vendieron 66.928 ejemplares en edición encuadernada, en los Estados Unidos. Pero su influencia fue aún más grande de lo que pudieron indicar las cifras. En ella se educó toda una generación de revolucionarios. El intelectual ruso Bukharín la incluyó en su bibliografía de literatura comunista como la única aportación hecha por algún autor norteamericano.
El finado Aneurin Bevan, que la leyó cuando era un muchacho minero, escribió en su autobiografía que, al igual que miles de hombres y mujeres jóvenes de la clase trabajadora de Inglaterra, y como desde entonces he sabido, en muchas otras partes del mundo, él se convirtió al marxismo por The Iron Heel (…) La obra, leída ahora, con todos sus duelos verbales llenos de vulgarismos, entre el protagonista y el oligarca, es en su mayor parte un melodrama sin finura, en el que aparecen personajes que parecen haber salido de folletos, cartelones y proclamas que hablan a gritos y disparan sus ametralladoras de cartón, pero que nunca adquieren vida. Tal vez eso pueda suceder aquí. Si es así, el tiempo ya ha marchitado su credibilidad y sólo será recordado el libro como una curiosidad, para ser puesta junto a la mucho más impresionante novela 1984, de Orwell, la cual, si tenemos suerte, parecerá igualmente una rareza en 2007.

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[Del libro titulado Jack London (Biografía)
Por Richard O’ Connor]

miércoles, 18 de julio de 2007

Frases contundentes y fragmentos en prosa muy inteligentes para considerar ciertas ideas de André Maurois, escritor francés, (1885-1967)

La importancia del papel que representa un escritor en la vida de su época no es, ni debe ser, proporcional a la perfección de sus obras ni a la solidez de su doctrina. Una filosofía frágil y menguada puede seducir a toda una generación si está expuesta por un gran artista y si aporta una respuesta, aunque sea deficiente, a las preguntas que, en el momento en que adviene el mensaje, son las que inquietan a los hombres (…) El carácter del escritor, su elocuencia, su irradiación personal operan también, y puede acontecer que posea algunas de las cualidades del apóstol y que no tenga todas las del novelista.
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En fin, una novela puede estar admirablemente compuesta y escrita, y, sin embargo, no interesar a los hombres de nuestro tiempo.
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Hay que creer en el poder de la voluntad. No es verdad que el porvenir esté totalmente determinado. Un gran hombre puede modificar el curso de la historia. Todo el que tenga el valor necesario como para querer algo, puede modificar su propio porvenir.
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Y como el límite de la voluntad depende de aquello a lo que nos atrevamos, es necesario que siempre nos gobernemos lo mejor posible, sin preocuparnos por el límite. La pereza y la cobardía son renunciamientos; el trabajo y el coraje, en cambio, están amasados en actos voluntarios. Y quién sabe si la voluntad no es la reina de las virtudes.
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No os faltará trabajo. Jamás os faltará qué hacer. Cuánto más encontremos, más sabremos que no sabemos nada.
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Tener una cultura no significa saber un poco de todo, ni tampoco saber mucho acerca de un solo tema, sino conocer a fondo algunos grandes espíritus, nutrirse de ellos, agregarse a ellos. Quisiera darle maestros, un cierto número de maestros, que lo seguirán durante toda la vida. Quisiera que no dejara de leerlos y de releerlos, quisiera que se hallara usted tan cómodo en el pensamiento de ellos como en el suyo propio, en la obra de ellos como en sus recuerdos.
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Toda acción que involucre alguna grandeza exige un juramento ante sí mismo. Este juramento será difícil de mantener, pero si no hay juramento, nunca se hará nada.
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La imaginación es el peor enemigo de la tranquilidad de espíritu. En efecto, es ella la que muestra, en el porvenir, aspectos temibles, peligrosos, y la que, en el pasado, busca vuestros recuerdos penosos para soñar en vano con lo que hubiera podido ser y no fue.
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En efecto, vivir en el anonimato, hacer bien lo que se hace, acoger los placeres y los días, he ahí uno de los caminos de la felicidad. Sin embargo, sólo se adecua a las almas completamente libres de ambición. Ello supone, en un hombre como usted, una certeza tan sólida en su fuerza que no siente necesidad de probarla enfrentando rivales; antes de emprender la marcha por el camino de la juiciosa sombra, asegúrese que es capaz de seguirlo sin arrepentimientos.
Pero si, al contrario, decide usted jugar el juego común y arrojarse de lleno en la contienda, entonces deberá observar las condiciones que impone la sociedad.
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Si se siente usted con el genio suficiente como para convertirse en un creador, sea en ciencias, en letras o en artes, entonces apártese de los caminos reales y siga el sendero solitario, extraño, que lleva quizá a la cima.
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Byron decía de las mujeres: No podemos vivir con ellas ni sin ellas. Usted sólo no tendrá que vivir sin ellas sino que podrá vivir con ellas. Desde mi adolescencia pienso que son ellas las que nos proporcionan los mayores placeres que un hombre puede gozar. Me gustaban las presentaciones, los encuentros, los primeros regalos, la temerosa espontaneidad de las caricias. No se prive usted, por timidez o por escrúpulo, de semejantes recuerdos, que son los más bellos de la vida, y que hasta en la vejez se evocan todavía con nostalgia. Quien no ha conocido los amores de juventud se siente frustrado y sin consuelo posible.
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Es tanta la dulzura de los descubrimientos que prolongarlos produce un inmenso placer. Forme usted una juventud tierna y apasionada. Las cartas pueden desempeñar un importante papel en sus amores. Y aún hoy. Por supuesto, no son un arma eficaz más que para el enamorado que escribe bien. Pero el amor otorga estilo, y toda mujer encuentra cierta belleza en los elogios dirigidos a su persona. Una carta penetra más hondamente que un llamado telefónico. Este, improvisado, siempre será imperfecto. La carta, en cambio, se transforma en una obra de arte, y en ella sus deseos se traslucen en una forma acabada.
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Las mujeres, se lo repito, necesitan que se ocupen de ellas, que se les hable. Si no lo hace usted, lo hará otro.
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La verdadera vida, fíjese bien, está junto a usted, en las flores de su césped, en el pequeño lagarto que se calienta al sol en su balcón, en los niños que miran a su madre con ternura, en los amantes que se estrechan el uno contra el otro, en todas esas casitas en que las familias tratan de alimentarse, de amar, de jugar. Nada es tan importante como esos humildes destinos, cuya suma constituye la humanidad. Sólo los hombres son tan fáciles de engañar. Por algunas palabras no definidas se matan entre sí, se creen perseguidos, se odian. En la medida en que le sea posible, llámelos a la verdadera vida, a los placeres y a los afectos sencillos.
Y elija para usted mismo vivir, en vez de representar, en una tragicomedia un papel en el que no cree. La vida es demasiado corta para ser pequeña.
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Toda acción que involucre alguna grandeza exige un juramento ante sí mismo. Este juramento será difícil de mantener, pero si no hay juramento, nunca se hará nada.
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Con el rico sucede lo mismo que con el conquistador; saber detenerse a tiempo constituye una de las mayores virtudes, pero muy pocos la poseen.
Y, sobre todo, tenga cuidado inclusive de la más grande de las riquezas si es usted capaz de creación artística. La naturaleza del artista es tal que la pobreza, la desdicha, le arrancan obras maestras. ¿Qué habría sido Balzac sin la miseria, sin los acreedores, la prisión por deudas y los usureros? Esa vida difícil lo ponía en relación con tipos humanos mucho más raros que el rico –protegido en exceso en su hermosa casa por secretarios y valets— nunca podrá conocer. La necesidad lo obligaba a trabajar. Si no lo hubieran esperado en la puerta los comerciantes, dispuestos a detenerlo si no les pagaba tal o cual efecto ¿habría producido cuatro novelas por año y escrito cuentos admirables en una noche de labor y de éxtasis? He visto músicos y pintores esterilizados por la fortuna. Sólo escapan a este destino los que, habiendo conquistado la riqueza, siguen trabajando como en los tiempos de pobreza. Víctor Hugo administraba con maestría una inmensa fortuna, pero quiso vivir como un pobre, hasta la tumba. Se salvan también artistas que, como Balzac, derrochan todas sus ganancias en sublimes locuras el mismo día en que las consiguen.

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Cuando le pregunté: ¿Qué piensa hacer de su vida?, me respondió usted: Escribir, tal vez. Es necesario borrar el tal vez, o renunciar. Escribir es una vocación imperiosa o no es vocación en absoluto. Víctor Hugo, de niño, quería ser Chateaubriand o nada. Un escritor nato escribe porque tiene algo que decir y sólo puede decirlo escribiendo. Si la blancura de la página le atrae; si está dispuesto a sacrificarlo todo para arrojar al mundo los pensamientos que bullen en su interior, en busca de expresión; si sabe usted que continuará escribiendo a pesar de los fracasos, a pesar de las críticas hostiles; si, como Proust, ha experimentado un sentimiento de liberación y de triunfo cuando, mediante una frase perfecta, describió con exactitud un personaje, un objeto o un sentimiento, entonces ¡adelante! Pero sepa usted que con ello abraza una religión y que tendrá que trabajar de por vida, más que en ningún otro oficio. Cuando vemos un libro acabado, pulido, ajustado, nos sentimos tentados de considerarlo como un fenómeno natural. Allí están Madame Bovary, Adolfo y El padre Goriot, como una encina o como un manzano. En verdad su nacimiento exigió cuidados y trabajos increíbles. Hágase mostrar los sucesivos manuscritos de una gran obra. ¡Cuántos arrepentimientos! ¡Cuántos agregados! ¡Cuántas correcciones que surgen como cohetes en los márgenes! ¡Cuántos recortes pegados alrededor de las pruebas y que forman un extraño encaje! Indudablemente, hay momentos de éxtasis en los que en una noche se escribe treinta páginas al hilo. Pero este primer chorro, por ardiente que sea, requerirá que se lo remodele, que se lo corrija. Y, junto a horas de dichosa creación, ¡cuántos días difíciles en los que el escritor vacila entre una obra y otra, acerca de la elección de un tema, cuántos comienzos arrojados al vacío, cuántas circunstancias en las cuales el que creía haber engendrado una obra de arte se da cuenta de que lo que abrigaba con ternura en su corazón no valía un comino!
Vosotros que entráis aquí, abandonad, no toda esperanza, sino toda pereza y toda vanidad.

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[Todos estos fragmentos en prosa pertencen al libro titulado La conducción de la vida del escritor francés André Maurois (1885-1967), Editorial y Librería Goncourt, Buenos Aires, 1967]

Otros cuatro capítulos de la novela corta titulada "Aquella percepción, aquel amanecer" (2000 - 2001) Por Esteban Costa / SEGUNDA ENTREGA

Año Nuevo
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Año Nuevo fue extraño, algo así como una experiencia psicodélica, ¿o no? ¿A qué le llamaban así? De todos modos no importa, fue extraño por las emociones que allí tuve, fue extraño por la energía que había allí y fue particular porque el hotel estaba habitado nada más que por todos nosotros; los amigos de Daniel y nosotros cuatro, y claro que también por algunas novias de los chicos, por Almíbar y otro señor inexpresivo que también era encargado del hotel. Hubo pequeños inconvenientes con algunos de los amigos de Daniel por el dinero, ya que ellos habían comprado la comida y la bebida y se imaginaron que nosotros íbamos a festejar con esa comida y esas bebidas, pero pronto se solucionó todo y nosotros compramos nuestras propias cosas. Ya para las diez de la noche estábamos bastante excitados e inquietos, íbamos de aquí para allá trasladándonos de habitación en habitación y conversando con nuestros vecinos de hotel, que naturalmente eran todos conocidos. Habían comenzado los preparativos para la gran noche. Nos ubicaríamos todos en la terraza y allí comeríamos y festejaríamos. El hotel estaba copado por una veintena de jóvenes dispuestos a tirar abajo el edificio más grande. En un momento estaba en la pieza con Sebastián, Pedro y Germán; sentado en la parte baja de una cama marinera, y empecé a sentirme extraño, no quería salir a festejar, pues en ese momento consideraba que no tenía motivos para festejar. ¿Qué festejan?, le preguntaba una y otra vez a Sebastián que me miraba perplejo y estupefacto por mi estado de ánimo inadecuado para el momento. Me había puesto testarudo y no quería salir, estaba triste, desgarrado, las heridas del pasado cobraron honda vitalidad y derramaban su veneno por todo mi ser. Mi vida era normal, pero ciertos acontecimientos duros acaecidos en el pasado estaban latentes en lo más profundo de mi espíritu, y en ese momento surgieron como pocas veces en mi vida. Les pedí a Pedro y a Germán que se fueran, y a su vez le pedí a Sebastián que se quedara, y él no entendía bien para qué. Al instante comencé a llorar y a llorar y a llorar y no paré por un buen rato. Sebastián trataba de tranquilizarme, pero mi llanto no cesaba, me sentía solo en la vida, pues hacía largo tiempo que callaba mi dolor, y es muy fácil decir que a uno le va bien si guarda todo el tiempo sus más íntimos y dolorosos secretos. Esa noche lloré como era debido a mi padre que ya no estaba, pues en su muerte, que no había sido hace mucho, yo no lo había llorado, me había guardado el aguijón y el maldito seguía pinchando. Lloré porque en mi vida habitual yo no demostraba amor a nadie, ¡y cuánto amaba a ciertas personas! Pensé en mi madre, en mi laboriosa madre, en mi hermana, mi querida hermana, y pensé en mi crudeza de espíritu, y esa noche ablandé todo, descargué lágrimas por todo. Normalmente las personas sí que festejan esa noche, pues prefieren olvidar todos los asuntos y continuar todo como si nada hubiese pasado –solución promovida por los simples—, pero yo creo que por ciertas cosas sí vale la pena llorar porque deben sanar y ser aceptadas, y si se las evade, continúan latentes hasta el resto de nuestras vidas. Me había descargado de ese modo otras dos veces en la vida. Una vez en un campamento en la provincia de Mendoza con el colegio cuando tenía catorce años y habíamos tenido unas conversaciones sobre temas espirituales –era un colegio católico— y la consecuencia obligada de fisgar en el interior fue el llanto del consuelo, de la sanación. La segunda vez había sido en la casa de un novio de mi hermana, que era un joven muy transparente e inteligente, y viendo un video cassette del casamiento de su padre se habían removido sus sentimientos y posteriormente los míos y los de mi hermana. Sebastián me agradeció en una actitud muy sincera por haberle contado esas cosas, y me daba palmadas nerviosas en el hombro demostrándome su amistad y tratando de tranquilizarme. A todo esto el resto de las personas ya se habían enterado que yo estaba encerrado y desgarrado por el llanto y prefirieron pensar que me había caído mal el alcohol y que estaba diciendo fruslerías. De hecho yo había tomado bebidas alcohólicas y también estaba un poco ebrio, pero hoy continúo pensando que mi causa fue verdadera, más verdadera que los acontecimientos habituales. ¿Cuántos de los que allí había tenían aguijones clavados en su espíritu? ¿Cuántos que sentirían un profundo dolor por algo pero prefirieron cantar y olvidar sin recordar? Desde luego que no propongo que todos deban llorar en un Año Nuevo, pero el que lo siente debe hacerlo, pues el llanto sana. Después me sacaron a la fuerza de la habitación diciendo que me dejara de joder, y hoy agradezco esa actitud, pues después de haberme descargado festejé alocadamente, comí y bebí con todos y juntos hicimos una cuenta regresiva del último minuto del año que jamás voy a olvidar. ¡Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete, cincuenta y seis, cincuenta y cinco, cincuenta y cuatro, cincuenta y tres, cincuenta y dos, cincuenta y uno…!, así gritábamos todos al unísono y con bronca, y después de todo, mandando todo lo triste al demonio. Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero… Y todo explotó, el cielo y la terraza, las casas vecinas y los vecinos, las copas se chocaban derramando líquido, los corchos volaban por el aire y todos nosotros en éxtasis disfrutando el momento. Después Sebastián, Germán, Pedro y yo nos fuimos por un lado, y Daniel, su novia y sus amigos se fueron por otro. A eso de las cuatro de la mañana volví tambaleándome y caminando rápidamente al hotel; los chicos se habían quedado en la playa. Al otro día de a poco se fue despertando la gente, todos tenían los rostros demacrados, con ojeras y despeinados, todos habían dormido mucho.

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Esa tarde hizo un calor insoportable y nos quedamos en el hotel pasando el tiempo y conversando sobre lo acontecido ese mismo día pero muy temprano. Claro que el acontecimiento mío del llanto no se nombró y dudo de que alguna vez se vuelva a nombrar. Conversamos, tomamos unas frías cervezas que habían sobrado y escuchamos al atardecer unas canciones que tocó Martín, un amigo de Daniel, en su guitarra. Después comimos y le pedimos a Daniel si nos podía alcanzar con su coche a la terminal de ómnibus porque Sebastián y yo debíamos volver a Miramar, y Pedro y Germán se iban para Necochea a la casa de Román, que era el primo de Martín, el amigo de Daniel que nos había tocado unas canciones en su guitarra. Por casualidad, antes de despedirnos de Pedro y Germán, le pedimos la dirección de la casa de Román en Necochea por si la necesitábamos para algo. Daniel nos llevó en su coche junto a su novia a la terminal de ómnibus, y después de despedirnos cada uno se fue por su lado. Llegamos a Miramar a eso de las una y media de la madrugada del día 2 de enero. De camino a La Casona tomamos la peatonal por el otro extremo, el opuesto del que ya conocíamos, y allí había una feria artesanal, así que antes de ir a dormir paseamos un rato por ahí. Contemplamos el escenario. ¡Qué hermoso ambiente! ¡Cuántas jóvenes lindas! ¡Qué buenos bares para tomar algo! Estábamos contentos y ahora debíamos ponernos más serios, pues debíamos trabajar rudamente por dos meses. Llegamos a La Casona, recorrimos lentamente la galería, al llegar al fondo doblamos unos metros hacia la derecha y allí estaba La Cueva esperándonos. Para encender la luz había que caminar unos pasos y treparse a las dos camas para recién poder encenderla. Todo eso lo hacíamos un tanto ansiosos y nerviosos, pues no era para nada agradable estar a oscuras por ahí. En una oportunidad Virginia nos había contado que esa casa había sido el casco de la quinta de Urquiza, y con ese asunto nos la pasábamos bromeando. Yo siempre le decía a Sebastián que por allí debía de haber espíritus en pena, y que porqué no intentarían comunicarse con los nuevos habitantes. Yo lo pensaba relativamente en serio, y Sebastián siempre respondía lo mismo: ¡No me jodas con esas cosas…! Lo cierto es que esa casa daba miedo. Hacía dos días que habían llegado a la casa la hija del matrimonio con su esposo y su hijita, o sea, el yerno y la nieta de Virginia y Miguel. A mí el yerno no me había caído bien, ya de antemano porque sabía que había sido militar. Y aconteció que yo tampoco le caí bien. Cuando nos levantamos fuimos con Sebastián a desayunar a la cocina y yo respiré un ambiente extraño, pues me saludaron de una manera muy seca. Al instante me enteré porqué. Miguel encendió un cigarrillo y me dijo: Vení un minuto que quiero hablar con vos… Y yo le respondí: Está bien…, y me encaminé tras él hacia el patio. Allí nos sentamos. Yo también me prendí un cigarrillo y conversamos. Entonces me explicó que yo a su yerno no le había caído bien porque no me veía para mozo, y como era su socio, simplemente tenía que irme. Me dijo que él no me veía muy organizativo y práctico, y que además el mozo debía ser la cara de la empresa, y que si yo no atendía muy bien a la gente, ésta se iría disconforme. Me dio cincuenta pesos y me dijo fulminantemente: ¿Está todo claro? A lo que yo respondí: Sí, sí, clarísimo. Al comunicárselo a Sebastián, éste se entristeció porque ya no sería lo mismo estando él solo allí, pero no había nada que hacerle, tenía que irme indefectiblemente.

3___________________________________________________

Cuando me fui a despedir del resto de la familia, Virginia me dijo unas palabras: Yo lo siento mucho, pero veo que vos no servís para esto. Vos sos un intelectual, se te nota a simple vista, y es mejor que te dediques a lo tuyo. Yo veo que vos te sentís un idiota haciendo estos trabajos y yo necesito a alguien que ponga más empeño. Además, yo entiendo que ustedes sean jóvenes y quieran salir a la noche, pero cuando hay que trabajar, hay que trabajar. Y le contesté de un modo parecido que a Miguel: Sí, sí, está bien, muchas gracias por todo y suerte. Todo estaba claro, no nos habíamos caído bien mutuamente, punto. Agarré mis pertenencias y Sebastián me acompañó a la terminal de ómnibus, a la misma que habíamos llegado unas trece horas antes, para irme a Necochea a la casa de Román, que era donde estaban Pedro y Germán y que de casualidad me habían dado la dirección. Decidí ir allí hasta que se me terminara el poco dinero que me quedaba. La despedida con Sebastián fue triste y emotiva, pues sinceramente queríamos estar los dos allí y pasar buenos momentos. Lo abracé y me subí al micro, pero antes de eso él balbuceó: Pará, no te despidas así, después podés venir a verme, venite con Pedro, o llamen… Y yo le dije que sí, pero sabiendo que volver iba a ser imposible porque no me alcanzaría el dinero. Con ese micro fui a Mar del Plata, y de allí con otro micro a la ciudad de Necochea, y desde la terminal de ómnibus de Necochea me fui en colectivo a la casa en donde además de estar Román, Pedro y Germán, estaba Manuel que era un chico del barrio que yo conocía hacía bastante tiempo. Cuando llegué a la casa, aplaudí desde las rejas y salió Manuel, el chico del barrio, que estaba dormido y no de muy buen humor, ya que en vez de exclamar: ¡¿Emanuel, qué hacés acá…?!, dijo algo así como: Ah, ¿qué hacés por acá? Vení, pasá, están todos durmiendo…, todo dicho de un modo no muy entusiasta. Antes de rememorar todo lo ocurrido allí en los días siguientes, expondré aquí los escritos que guardo y que fueron escritos en los días que estuve en La Casona. Allí están mis dudas y estados de ánimo plasmados para siempre.

Jueves 28 en La Casona

Traje todo hasta aquí, pero no traje nada. Traje los libros, los cassettes, el reloj despertador, los papeles y las lapiceras; todos objetos que siempre me rodearon allá en mi casa, en el transcurrir de la vida habitual. Y ¿qué aprendizaje me dejará este viaje? ¿Qué podré sacar de él? ¿Me regalará la vida algún acontecimiento especial? ¿Me hará conocer a alguien? Dudo ante todo aquí sentado, en esta casa gigante llamada Santa Elenita que es realmente vieja, grande y misteriosa. Miro los libros y pienso:
¿Ése es todo mi tesoro? Quizás mi tristeza se deba a la gran certeza que poseo sobre lo que la vida pueda darme. Sé que yo soy el que transforma la realidad, para bien o para mal, y por lo tanto sé que mientras yo no cambie ciertas actitudes, nada asombroso sucederá. ¡Qué difícil cruzar la brecha entre el pensamiento y lo real, entre la imaginación y lo concreto! Podemos pensar en hacer algo descomunal, pero ¿quién lo hace? O si lo hacemos, siempre es diferente a lo que imaginábamos.

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Quizás en los viajes, cuando se está auténticamente solo, valoramos aquellos amores que vivimos, lloramos ante todo, ante la inmensa soledad de nuestro triste espíritu. Nada tengo, y por lo tanto nada soy, pues si mi entereza no se proyecta sobre algo o alguien y no fluye, se estanca y deja de existir. Si no hay reciprocidad en el hecho de amar, no hay nada. En realidad, mi supuesto gran todo, esa visión abrumadora de intensidad de vida, se resume en un amor, en ciertos escritos, en ciertos libros y en ciertas personas. Y ahora, cuando ese amor no existe, cuando esos escritos están bien guardados y nadie los lee, cuando los libros están pero hace días que no los leo y no creo que puedan ayudarme y la persona que más amo está muy lejos; ¿a quién le revelo mi amor? ¿Quién me escuchará y me dirá que también me ama? ¿Quién me podrá abarcar y comprender y luego amar? Por último observo los libros, leo el nombre de sus autores y los amo porque son mis hermanos en el sentir, y sospecho que todos ellos, esos grandes hombres, murieron en vida de soledad, de amor ahogado, de infinidad estancada, y quizás ése sea mi destino, pues es difícil abarcar grandes distancias, y si no se abarcan no se comprenden, y si no se comprende no se puede llegar a amar.

Escrito en La Cueva

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Te diré tu tragedia; el tiempo siempre te arrasó, siempre fue más rápido que tú, los duros acontecimientos se desarrollaban y tú nunca los entendiste. El hecho de existir siempre te resultó maravilloso y trágico, y entre percepciones y decisiones el tiempo pasaba, y allí tendido el niño creció y todo continuaba. Y te diré también una cosa importante; si no recuperas el primitivo espíritu de vencedor y no actúas más rápido que el tiempo, éste sin duda te arrasará nuevamente, y nuevamente sabrás cuál fue tu tragedia.

En La Cueva

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De música, libros, cigarrillos y una expedición al bosque
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Ya dentro de la casa Manuel se preparó unos mates y le conté todo lo que había sucedido. Pronto se fueron levantando los otros chicos y tuve que contarle a cada uno lo que había sucedido. Después le pregunté a Román, el dueño de la casa, si no tenía problemas con que yo me quedara a pasar unos días. Él me respondió como yo esperaba, diciéndome que estaba todo bien. Me guardé el dinero para poder comprarme el pasaje en tren que me serviría para volver a mi casa, y el resto lo puse en el Fondo Común que ellos habían organizado. Según los cálculos de Germán, mi dinero me duraría para cubrir la comida y la bebida por doce días. Lo principal ya estaba asegurado, pero el inconveniente iba a ser con los cigarrillos, ya que el poco dinero que me quedaba me alcanzaría para comprar dos paquetes de diez cigarrillos que irremediablemente me fumaría en los dos primeros días; y así fue. El resto de los días me las tuve que arreglar pidiéndole a Manuel, a Pedro y a Juan, cuando él vino unos días después. Si no estaban ellos salía a dar vueltas solo por la peatonal o la Avenida 10 para pedirle a algún despreocupado ciudadano que, para su mala suerte, pasara por allí, y si no, mientras que hubo, me armaba cigarrillos con un tabaco en bolsa llamado Richmond que era bastante fuerte pero que me quitaba las ganas de fumar. Los días allí consistían en quedarse despierto hasta muy tarde, dormir mucho e ir a la playa o a pasear caminando por la peatonal por la tarde. En la casa escuchábamos música todo el tiempo. Cada uno había llevado sus cassettes preferidos, y en conjunto había más de treinta. Principalmente fue el revolucionario Robert Nesta Marley quien musicalizó nuestras vacaciones, seguido por el místico Jim Morrison y casi a la par por el enérgico Mick Jagger. Después había unos cuantos cassettes de música nacional, y de los locales escuchábamos principalmente a Luca Prodan, seguido, desde que vino Juan, por el Indio Solari, y después por otros cantantes de menor importancia. Claro que la música fue importante –siempre lo es—, pues por las noches cantábamos todos juntos en el comedor de la casa algún tema preferido –posteriormente se quejaron los vecinos— y así las noches eran verdaderas fiestas improvisadas. El vino también fue protagonista en esas noches de canto grupal. Siempre teníamos una damajuana de vino tinto no muy bueno en la cocina. Un día compraron –yo ya no tenía dinero— nueve vinos mendocinos, algunos pateros y otros no. Pero todas estas cosas son normales en la vida de cualquier grupo de jóvenes que se van de vacaciones solos a una casa. Algo curioso fue el hecho de que ellos, al verme leer, también se interesaron por la lectura y leían algo. Germán siempre había leído algo en su vida habitual, y también escribía ensayos o poesías. Pedro siempre quiso leer, pero del mismo modo nunca lograba concentrarse –había estado dando vueltas con un libro de Robert Louis Stevenson y finalmente lo abandonó—. Manuel también leía habitualmente –no mucho— y también estaba esbozando sus primeras historias de ficción, y Román siempre fue el enemigo acérrimo del hábito de leer, pero con el transcurso del tiempo, al ver que casi todos leíamos algo por la tarde, también empezó a leer un libro fotocopiado sobre la vida de Bob Marley y el movimiento Rastafari. Yo me alegré por él y le dije que no importaba lo que leyera, lo importante era leer un poco, y de ese modo agilizar el funcionamiento de las neuronas. Germán eligió para leer durante las vacaciones un libro que era mío pero que todavía yo no había empezado a leer; Otras voces, otros ámbitos, de Truman Capote, y allí estaba Germán concentrado como nadie y recostado en el sofá del living comedor con su librito. También estuvo leyendo un libro de cuentos del escritor alemán Hermann Hesse que yo le recomendé y que le gustó. Pedro cada tanto me pedía la revista National Geographic en español y se iba a la pieza u ocasionalmente al baño. Manuel no leía nada, aunque en su casa sí lo hacía. Román continuaba con la vida de Bob Marley y aprendía las canciones en inglés, y en ocasiones nos sentamos juntos a tratar de traducirlas y después comprobábamos la veracidad de nuestra traducción con la del libro. Allá yo no leí tanto. Estuve ocupado la mayor parte del tiempo con un solo libro; Visiones de Cody de Jack Kerouac, y la verdad fue que me desilusionó. El libro era extenso, un poco menos de seiscientas páginas. Las primeras páginas en prosa fueron ágiles y llevaderas, empero, carecían de significados interesantes. Después comenzaban las transcripciones de las cintas magnetofónicas que habían grabado Kerouac y sus amigos. Eran conversaciones entre Jack y Cody –Neal Cassady— y eventualmente otras personas. Creo que la idea de Jack fue que Cody hablara como lo hacía siempre, o sea, filosofando y contando anécdotas increíbles sobre sus aventuras robando automóviles y estando en la cárcel, pero pareciera que Cody se intimidó por la conciencia de que lo estaban grabando y hablaba de fruslerías, por lo que haciendo justicia podríamos titular al libro Fruslerías de Cody, pues las supuestas visiones nunca salieron a la luz. Pobre Jack, su héroe americano no cumplió con sus expectativas. De todos modos, para los admiradores de Kerouac, es un buen material, ya que, como advierten los críticos bondadosos, el libro nos brinda la atmósfera de los Estados Unidos de aquella época, de las décadas del cuarenta y el cincuenta. Así que estuve entretenido con ese libro, otro de Sam Sephard que me resultó simpático y una autobiografía de Vladimir Nabokov que me aburrió un poco, pero que me permitió gozar de unas páginas en prosa tan bien escritas, tan elegantes, que hasta lograban transformar la postura en que yo me sentaba. Puedo decir que yo estaba en una actitud contemplativa no muy activa ni muy entusiasta, todo esto hasta el día de la primera expedición al bosque. Pero antes de narrar aquella otra experiencia que también calificaré de psicodélica –no sé si correctamente— por las percepciones que obtuvimos estando allí, intercalaré aquí un escrito sobre aquellos días contemplativos:

5 de enero de 2001
En Necochea

Nuestras conversaciones no tienen sentido,
nuestros actos no tienen sentido,
el hecho de estar es obligado, pero no tiene sentido.
Me dejo ir, dejo que mi esencia se vaya a vagar,
no me molesto en traerla y hacerla mía,
acepto como un alienado consciente que se fue
y que por el momento no volverá.
Soñé algo aparentemente profético,
pero nunca comprobaré su veracidad.
Me levanté y no estaba conforme conmigo mismo,
pero lo más fácil era olvidar el asunto
y hacer algo como un autómata.
Viví el día como un sonámbulo,
pues no era yo quien dirigía mi cuerpo.
Advirtiendo el sin sentido dibujé,
balbuceé comentarios estúpidos, hice movimientos estúpidos
y actué como un estúpido.
Y después de todo pensé nuevamente en ser yo mismo,
aquel ermitaño contemplativo de la cueva,
pero me reí, porque la empresa era muy complicada.
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2______________________________________

La idea era ir al bosque de noche, y si nos animábamos, ir caminando hasta Las Grutas, que según teníamos entendido era un lugar de acantilados que quedaba a siete kilómetros una vez concluido el trayecto del parque boscoso. Nos equipamos –en realidad lo único que llevábamos además de la ropa eran cuatro litros de vino— y partimos. Apenas salimos de la casa empezó a lloviznar, pero esas gotas no iban a poder con nosotros. Ya estaba decidido, ésa era la noche de nuestra aventura. Decidimos ir avanzando de árbol en árbol cubriéndonos; ése era el secreto para burlar a la insidiosa llovizna. Caminamos unas cuadras hasta que llegó el momento de introducirnos en la parte más tupida del bosque. Nos introducimos y empezamos a caminar por un sendero amplio, y ya en ese entonces no veíamos nada –no teníamos linternas— y seguimos caminando unos cuatrocientos metros aproximadamente. En un momento decidimos tomar un sendero que se abría hacia la izquierda, y luego de caminar por él un corto tramo, salimos a una calle de tierra por donde pasaban automóviles, y yo no quería ir por ahí, sino que quería introducirme nuevamente en el centro del bosque. Román quería ir por esa calle, y yo insistía en que nos introdujéramos de vuelta al bosque. Estaba enloquecido con la idea de caminar por allí dentro, era fantasmal, y eso me incitaba aún más. Los árboles eran de esos que tienen piñas, que son finos y altos, secos y torcidos. El piso tenía una capa esponjosa de ramitas amarillentas que se desprendían de los árboles, y a su vez era ondulado, nunca llano ni parejo. Ese piso era fabuloso, y esas elevaciones onduladas eran intrigantes, pues uno quería saber qué se escondía detrás. Después, en un momento dado, hice una lucha libre con Pedro, y ya para ese entonces estábamos sin las remeras. La primera lucha la ganó él porque yo no había pensado que el asunto iba tan en serio, y él hizo una fuerza descomunal y me derribó, ganando así limpiamente; pero le pedí la revancha, como era de esperarse, y en ese segundo combate gané yo, pero su victoria fue más rotunda. De todos modos tenemos un tercer combate pendiente. Con Pedro incitábamos al resto para que luchasen, pero ellos insistían en que estábamos locos. Después Germán se entusiasmó y se enfrentó con Pedro. Se quedaron unos minutos forzándose y agarrándose fuertemente de los brazos hasta que Pedro, en una buena jugada, lo derribó. Pasado el tiempo nos tranquilizamos y caminamos bastante más. En un momento tomamos un camino que nos condujo a orillas del mar. En un ataque de euforia, y no recuerdo porqué motivo, comencé a insultar al mar, pero en realidad lo hacía contra la eternidad, ya que a más de una corta distancia no podía divisarse nada. Pedro me ayudó a insultar, y en medio de terribles carcajadas surgían los más originales improperios. El resto insistía en que estábamos locos, o peor aún: ¡Enfermos! Pero lo cierto fue que el hecho de insultar a la eternidad resultó ser terapéutico, pues después de haberlo hecho estábamos más tranquilos. Después decidimos con Pedro y Manuel introducirnos de vuelta al bosque, y Román y Germán no querían, y en ese ínterin de dudas nos separamos. Nosotros fuimos por nuestro lado y ellos por el suyo. Nosotros anduvimos dando más vueltas por ahí dentro, hasta que decidimos regresar porque ya nos habíamos ido bastante lejos y estaba comenzando a hacer frío. Llegamos a la casa extenuados, por lo que apenas entramos, nos fuimos directamente a dormir. Ya había amanecido. Román y Germán llegaron más tarde y ni siquiera los oímos entrar. Al despertarnos nos contaron lo que habían hecho. De las orillas del mar habían vuelto a la calle en donde habíamos estado y por donde pasaban automóviles, y ahí habían hecho dedo y una camioneta los había acercado al centro, en donde comieron algo y entablaron conversación con unas chicas. No es por nada, pero el bosque es mejor que la peatonal.

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La joven artesana
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Al día siguiente fuimos a la playa y fue una excelente tarde. Manuel tocaba la guitarra, Pedro y Germán jugaban al fútbol y yo cebaba y tomaba mate con el concentrado guitarrista. Román estaba en la casa. Decidí ir a pasear solo por la peatonal, ir a ver libros, y si me animaba, encarar a algunas chicas inteligentes para ofrecerles mi publicación literaria. Tenía dos números de la pequeña revista que había hecho junto a Octavio en Ramos Mejía unos meses antes. Los ejemplares eran fotocopiados y tenía bastantes, y si lograba vender algunos podría quedarme unos días más de vacaciones. Pero siempre sucedía lo mismo. No me animaba a entablar conversación con nadie, pues yo consideraba a mi revista especial, y debía estar destinada a una persona de las mismas características. Normalmente no encontraba a nadie que fuese especial. Siempre busqué a personas de ese tipo, y siempre confiando en que advertiría su condición con tan sólo mirarlas. Así que ahí iba Emanuel Klodi caminando y buscando a alguien especial con sus revistas especiales guardadas en la pequeña mochila verde y concisa. Había dos librerías. Una era de antigüedades, y realmente era una porquería. En la vidriera habría diez libros, como mucho, de autores conocidos. El tipo exponía El ser y la nada de Jean Paul Sartre como si fuese una reliquia, pero como en la vidriera vi libros sobre jazz, pensé que podría tener algo referido a la Generación Beat. Entré y le pregunté, y el tipo, con rostro dubitativo, dijo: Mmnn… Me parece que por acá –un caos de libros en ordinarias mesas— tengo uno de Kerouac, Los vagabundos del Dharma, pero creo que nada más. Tendría que fijarme en casa… Y volvió a su lugar detrás del mostrador. Busqué y busqué y no entendía cómo hacía ese tipo para acumular tanta basura. Supuse que le pediría a la gente que le llevasen todos los libros viejos y desconocidos que encontraran en sus casas para que él se los comprara. No había otra posibilidad para poder montar aquel curioso y polvoriento cementerio de basura literaria. Enfrente había una más moderna, pero tenía lo básico e indispensable para sobrevivir, por lo que mis recorridos por las librerías eran muy breves. Después encontré otra que era pequeña y que estaba ubicada en la mitad de una galería comercial no muy transitada. Era sin dudas la mejor, así que me alegré por los oriundos de Necochea y me fui porque no tenía dinero para comprar, tan sólo quería observar las ediciones, leer los prólogos, las solapas y las contratapas.
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Ese día que me fui de la playa a pasear, fui para el lado de la feria, y cuando llegué, los artesanos recién comenzaban a armar sus puestos.

Voy caminando sin esperar nada. Veo a una joven de cuerpo frágil, vestida humildemente y de apariencia de artesana. La miro fijamente a los ojos, me mira del mismo modo, me ruborizo internamente y continúo caminando. Pienso y vuelvo hacia donde estaba ella. Ella iba para el lugar de donde yo venía, la cruzo y nos miramos nuevamente. Merodeé por allí y la crucé otras dos o tres veces. Todo me causaba gracia. No podía haberla cruzado tantas veces y no haberle dicho nada. Me voy, ya está, perdí la oportunidad de hablarle y conocerla, pensaba en mi interior. Di unas vueltas por la peatonal, y cuando volvía para el lado de la feria la veo a ella que había armado su puesto en el piso y en una esquina. Me siento en el mismo cantero en donde estaba sentada ella y muy cerca. Ella conversaba con dos chicas. Se despiden, y antes de que se fueran las chicas, la artesana les pide fuego para encenderse un cigarrillo. Las chicas que se iban le dicen que no tienen, y aprovechando la ocasión, nuestro joven saca el encendedor del bolsillo de su bermuda azul y le dice amablemente: Tomá, yo tengo. Ella enciende el cigarrillo y agradece. Klodi le dice: ¿Qué pasó, no te dejaron armar en la feria? Y ella le explica que no, porque no había arreglado con anterioridad, y así comienza la conversación. Klodi saca dos revistas de su mochila y se las regala; la joven agradece y le dice que después las va a leer. Klodi advierte que no le interesa demasiado la literatura y se entristece en su interior. Llegan amigos y amigas de la artesana. Los jóvenes miran con indiferencia a Klodi. Pasado el tiempo pasan caminando por ese mismo lugar Pedro, Manuel y Germán que venían de la playa. Klodi se une al grupo para ir a la casa y cenar. Antes de irse mira a la joven artesana y le dice: Seguramente después nos vemos... Nuestro joven estaba ilusionado, quizás la podría ver por la noche en un bar, besarla, conversar y crear momentos inolvidables. Los chicos bromean con el asunto y cargan al ilusionado Klodi por el asunto de la joven artesana. Nuestro joven contento escribe sobre el hecho:

Simples circunstancias me enternecen,
me vuelvo como un niño y lloro de emoción.
Descreído iba, resignado caminaba, contemplativo y ensimismado andaba.
Allí por la feria, con ese clima especial,
con esos grises adoquines que la hacen particular.
Sonreí con un espectáculo de títeres,
miré a todas las personas a los ojos y me revelaron sus verdades más secretas,
confiaban en mí, en un instante me contaban todo y me pedían ayuda.
Pero tan sólo era un joven descubriendo verdades,
¿y qué iba a hacer con tanta tristeza, con tanto ahogo interno?
Caminé un día y participé en cientos de vidas,
alguien se acordará que un día le contó todo a un joven con tan sólo mirarlo.


Un amanecer y otras tardes inactivas
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Con la joven artesana no sucedió nada interesante. Sólo la vi dos veces después de aquella tarde; una vez en la peatonal y otra vez en un bar. Mi emoción se había esfumado, me había equivocado, ella no era para mí. En esos días posteriores a la expedición al bosque fuimos dos o tres veces a ver el amanecer en la playa. Hacía mucho tiempo que yo no veía un amanecer en una playa, y tampoco tenía recuerdos extraordinarios sobre ese hecho, pero el primer día que fuimos fue muy divertido por un lado y profundo y rejuvenecedor por el otro. Juan era un amigo de los chicos que había llegado a la casa para pasar unos días. Ese día fuimos Juan, Pedro y yo a la playa muy temprano, alrededor de las cinco y media de la mañana. Nos llevamos el equipo de mate y unos cigarrillos, y además una excelente predisposición matinal; los tres rebozábamos de alegría. La risa de Juan impulsaba a la mía, y las dos risas despertaban la risotada de Pedro. El sol salió y se elevaba lentamente. Algunas aves volaban despreocupadas, grupos de chicos y chicas contemplaban el amanecer. En un momento vi que había una chica cerca de nosotros. La llamé y vino trotando y diciendo: ¡Ésta es la mejor oferta de sus vidas…! Les cambio cuatro churros rellenos de dulce de leche por dos cigarrillos… Y nosotros, considerando la oferta, aceptamos. Juan le dio uno de sus apestosos cigarrillos negros, y Pedro, en una excelente maniobra, le dio a entender que le daría un Philip Morris pero le dio un cigarrillo muy feo y barato de un paquete que había comprado Manuel para ahorrar dinero. Al instante escuchamos que una de las amigas de la chica que vino trotando exclamaba: ¡¿Qué es esto?! ¡Qué asco…!, refiriéndose a ese cigarrillo. Nos reíamos a carcajadas y de paso disfrutábamos los churros calentitos y rellenos de dulce de leche. Había sido un excelente negocio.
Después las cuatro chicas se acercaron y conversamos un rato, pero al ver que nosotros nos reíamos todo el tiempo por cualquier minúsculo motivo, decidieron irse, cosa que también nos causó gracia.
Los días transcurrían normalmente. Yo ya no iba a la playa por la tarde, sino que me quedaba a leer, a pensar y eventualmente a escribir. Sabía que en pocos días tendría que volver a mi casa y tendría que inventar algo para hacer, para generar dinero y poder sobrevivir. Estas preocupaciones no las tenían los chicos, ya que eran menores que yo y ese año era obligada su asistencia al colegio secundario, por lo que no tendrían que preocuparse del dinero y otros asuntos similares. De esas tardes, un tanto aburridas y monótonas, además de recuerdos guardo escritos.

Martes 9 de enero

Lo común
Escribiré fruslerías sobre lo común.
No es común escribir sobre lo común,
es común escribir idioteces,
y es difícil escapar de lo común;
al respecto pienso y dudo ¿me estaré transformando en algo común?
Me desespero ante la temible idea.
No es común encontrar a alguien no común por la calle,
es común estar rodeado de comunes.
Los comunes acechan, no hay duda.
Ahora, si me preguntasen a mí las características de los no comunes, tendría que esforzarme en esbozar una idea sobre el ser no común. Yo sólo sé que los conocí y que ellos me enseñaron sus rasgos particulares sin que yo les dijera nada, entonces eso es lo que deseo, que el ser no común al que espero sepa demostrármelo espontáneamente deslumbrándome con gestos particulares que vayan más allá de las comunes percepciones de los hombres comunes.

Jueves 11 de enero

Doy vuelta la carpeta en donde guardo los manuscritos porque le he hecho unos dibujos extraños en la tapa y me distraen. La mesa está sucia, desordenada y repleta de restos de comida. Los chicos se fueron a la playa y yo decidí quedarme a leer un poco, a pensar, a decidir. Y quizás sea muy aburrido esto de quedarme a pensar. ¿Qué tiene que pensar?, se preguntarán los chicos. A decir verdad, quizás sea una verdadera idiotez esto de andar pensando en todo en todo momento, pero si uno ha nacido así no tiene la posibilidad de elegir entre el pensar y el no pensar. Quizás me guste estar solo simplemente, no puedo estar todo el tiempo acompañado, necesito mi momento de soledad; pero ¿de qué iba a hablar? Ya no lo recuerdo.

15 de enero

Después de todo estoy entero, ¿qué más?
Con esas palabras me río del pasado y camino hacia un futuro incierto.
Sí, tan sólo por un instante puedo reírme a carcajadas de mi alocado pasado.
Después de todo tengo cientos de papeles escritos y cientos de fotografías, ¿qué más?
Después de todo tengo cientos de heridas cicatrizadas y aún me río, ¿qué más?
Después de todo casi me pierdo, pero vi el camino y sorprendido y riéndome volví a él.
Después de todo todavía pueden hallarme paseando por la calle fumando y observando todo minuciosamente.
Después de todo pueden invitarme a tomar un café y con gusto les contaría los momentos en que casi me voy para no volver.
Después de todo puedo volver todas las noches a la cama como el más inocente niño.
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[Estos cuatro capítulos pertenecen a la novela corta titulada Aquella percepción, aquel amanecer (2000 - 2001) , de Esteban Costa]

miércoles, 11 de julio de 2007

Fragmentos en prosa inéditos pertenecientes al libro titulado "La Mística del Destino" (2003), de Esteban Costa

NOTA INTRODUCTORIA

Miércoles 11 de julio de 2007
(Por la tarde)

Este libro que ahora presento en escasas partes, fue mi octavo libro escrito, y lo escribí entre los veintiún y los veintitrés años, desde fines del año 2001 hasta fines del año 2003, donde comencé el siguiente libro, que fue como una segunda parte a ese mismo libro que venía escribiendo hacía tanto tiempo. Creo que el género más adecuado para clasificar a este libro sería: novela autobiográfica experimental, y de hecho así la presento, para mí el libro es eso. Es una novela en cuanto que sigue el transcurso de la vida de varios personajes a través de todo el relato, de principio a fin. Es autobiográfica porque, en parte y en partes, se refiere a mi propia biografía de vida, o sea, la propia vida del autor, y es experimental porque es un libro que contiene también muchos poemas –algo inusual en el género novelístico- y escritos de otros géneros literarios, como ensayos, muchas cartas, comentarios sobre cine, crítica social, crítica literaria, historia, algo de sociología y, creo, bastante de ideología, pero todo eso siempre bordeando la vida de varios personajes jóvenes que van creciendo y avanzando, como pueden, en la vida.
El libro está estructurado en seis partes y un apéndice; estos fragmentos que escogí pertenecen a la sexta parte, y son los fragmentos finales –la sexta parte cuenta con ochenta y ocho fragmentos en total—. Nada más. Espero que les guste, o que por lo menos les resulte curioso y atractivo el material, qué sé yo… Adieu.

Esteban Costa


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56. ¿POR QUÉ EXTRAÑA RAZÓN lo superfluo domina la escena? Obstinarme se vuelve necesario. Levantar una bandera desde mi cobijo limpio y tranquilo también. Hoy me alivié llevando a cabo una nimia e insignificante acción. Mi madre me juntó algunas prendas viejas, ropa que le regalaron a ella en la casa donde trabaja. Yo junté algunas cosas más; unos pañuelos, una chomba blanca Lacoste nueva y sin usar, pero parecía esas chombas que usan los pulcros jugadores de tenis de las familias ricas, aristocráticas y de la peor calaña. No había manera de que me decidiera a usar esa chomba, no iba conmigo ni con mi estilo. Así que junté todo eso más algunos viejos calzoncillos poco usados y un pantalón gris deportivo y metí todo en una bolsa roja. Luego junté unos libros que ya no quería más y también los metí en la bolsa. Mi madre me había juntado la ropa con la intención de que yo la llevara a una Feria Americana que hay por acá cerca donde una vez me cambiaron la ropa que yo había llevado por unos cuantos libros usados y de buenos autores. Lo cierto es que decidí no cambiar la ropa sino regalarla a algún pobre necesitado que encontrara por allí. La influencia de Quoist comenzó a hacerse notar en mis acciones y actitudes. Leí en uno de sus libros que una buena manera de practicar el desapego a los bienes materiales es regalar bienes a alguien. Por lo tanto decidí regalar esos bienes aunque no fuesen muy valiosos. Agarré mi bicicleta, enganché la bolsa roja en la parte trasera y partí en busca de algún pobre. Supuse que no iba a ser difícil encontrar a alguno. Comencé a andar por los alrededores del barrio, fui hasta la plaza y como no vi a nadie pegué la vuelta hacia otro lado. En un momento pensé que quizás el hecho de que no encontrara a nadie significaba que algún libro interesante me estaba esperando en la Feria Americana de la Avenida Nazca cruzando las vías del tren. Después pensé que esa idea era un autoengaño que yo me estaba haciendo para no regalar la ropa y llevarme algunos libros a mi cobijo; así que retomé más obstinadamente la búsqueda de algún pobre. Por un momento usé mi intuición y me dirigí rápidamente y decidido a la plaza que está ubicada en la estación de trenes de Villa Pueyrredón. Allí tendría que haber pobres porque siempre hubo pobres revoloteando y ordenando sus paquetes y sus bagatelas. Y los encontré. Ahora parece que les cedieron un terreno para que hagan la clasificación de residuos, para que separen la basura utilizable o vendible de la basura inutilizable e invendible, o sea, los cartones, papeles y vidrios por un lado, y demás residuos por otro respectivamente. Le entregué la bolsa a un viejo sucio, flaco y desgarbado que tenía una gorra roja. Me miró y me dijo: gracias. Me subí a la bicicleta y me fui. Me seguía sintiendo un inútil. Pensaba en toda esa gente pobre y analfabeta y sucia y sin esperanzas. Comencé a pensar en armar algo allí. En enseñarles a leer y escribir, en armar una pequeña biblioteca. Y después pensé qué sentido tendría todo eso si ellos lo único que quieren es ganar algo de dinero para poder comer y vestirse y vivir. Eso es algo que yo no puedo enseñarles, ya que en mi propia vida yo no sé cómo demonios ganar dinero. ¿O soy un cobarde? Yo sé que por más que aprendan a leer y escribir continuarán siendo excluidos del sistema. Están fuera del juego y lo están también las generaciones de niños que ellos engendran incansable e imparablemente. Miles y miles de pobres analfabetos. Villas de emergencia por doquier. Drogadicción, violencia, crimen y delito. Y los ricos vacíos de espíritu, y yo, sin dinero y sin riqueza de espíritu. Sin diversión y sin amor. Lo único que tengo es mi terca obstinación de levantar una bandera desde mi cobijo limpio y tranquilo.

La psicoterapia de una cultura es una Revolución Cultural. Luis Racionero

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57. ESTOY TOTALMENTE CONVENCIDO de que se abrió una inmensa brecha entre mi pensamiento y mi escritura. Necesitaría la paciencia del artesano para dejar rastro de todo lo que pienso. Hace tiempo que no escribo un extenso y fluido tramo en prosa. Bulle el activo mundo a lo lejos. Perros inciertos ladran en la soleada y fresca tarde de agosto. Abuelas y madres viven su anónima e inanimada historia. Los trabajadores viajan atestados en los colectivos que andan sin descanso por las avenidas tapadas por el humo gris de todos los días. Los jóvenes vacíos ríen en sus tardes vacías con risas vacías, sin historias, sin anécdotas. Van a los colegios, juegan al metegol en la esquina y se cargan, hacen bromas… En el futuro serán los trabajadores que viajan en los colectivos. Algunos serán abogados que defenderán a los hombres más corruptos, otros diseñarán grandes y complejas maquinarias industriales para crear más artefactos, y esas máquinas que ellos inventarán y diseñarán expulsarán incesante e imparablemente tóxicos irrespirables, y esos tóxicos taparán y contaminarán el aire de los barrios industriales donde viven los pobres más pobres las vidas más pobres y desdichadas. Leí en algún lado hace algún tiempo que hubo un dictador en Rumania [Nota al pie: El verdadero nombre del dictador es Nicolae Ceausescu, que fue líder de Rumania durante veinticuatro años] que estaba empecinado en instalar la industria pesada en su país, y lo hizo, y nunca más olvidaré una fotografía en donde se ve a un anciano pastor con sus ovejas cubiertas todas de un polvo negro tóxico. El dictador cumplió su funesto sueño de convertir un país naturalmente agrícola en un país industrializado, pero las ovejas naturalmente blancas pasaron a ser negras… ¡Y hay tanta tierra libre y despoblada Dios mío! Y aquí todos juntos y apretados y respirando todos los días aire contaminado con sustancias tóxicas que dañan la salud de las personas. La distribución de la población en este gran país es inentendible. Si pudiéramos observar este fenómeno desde la altura indicada quedaríamos estupefactos. Es como si un ser humano viera con sus ojos un jardín de un patio común de una casa común considerablemente grande, y viera justamente en el centro un pequeño círculo con millones de hormigas caminando una sobre la otra. Ciertamente el ser humano no entendería porqué esas hormigas están todas en ese círculo pudiendo estar más cómodas y aireadas en otros sectores del jardín. Evidentemente existen explicaciones de índole socioeconómica para entender el fenómeno de la distribución de la población en Argentina y en otros países con problemas similares, pero esas cuestiones se las dejo a los sociólogos. Hasta aquí estas consideraciones.

El artista reacciona ante su época con más susceptibilidad que la mayoría de la gente. Tal susceptibilidad es una carga para él, pero también su medio de producción. Sólo la exposición de sus causas le permite sobrevivir psíquica y materialmente. Cuanto más exactamente, de modo más complejo y sugestivo logre transmitir esta realidad, mayor será el número de personas que se reconozca a sí misma en sus figuras, que halle expresados unos impulsos propios, antes no descubiertos y ahora a disposición de la conciencia. Volker Michels

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58. ES UNA FRÍA MAÑANA DE AGOSTO. Es un lluvioso amanecer con ventiscas esporádicas que emiten sonidos. Son los sonidos naturales de la Tierra. Estoy despierto para burlar al tiempo, a la realidad, a las obligaciones, a los horarios establecidos, a las costumbres, a las tradiciones y para reírme muy burlón ante aquellos que se escandalizan por mis alocados horarios. O como mi madre dice: ¡Otra vez agarraste ese ritmo de locos…! Sí, lo agarré y lo metí dentro de mi cuerpo y dentro de mi cerebro, y ese ritmo se hizo uno junto a mi pasión. Cuarto cigarrillo encendido desde mi repentino desvelo. Reposa, ese cigarrillo, en un humilde y hermoso cenicero de madera forrado con masilla para artesanos y decorado con pequeñas mostacillas de colores. Es una de las pocas artesanías que guardo de mi producción. Me quedan todavía tres espejos. Uno lo utilizo yo mismo, y los otros dos restantes están guardados en una caja marrón de zapatos esperando la oportunidad de ser regalados a alguien. Hoy mismo, por la tarde, me encontraré con mi amigo Sebastián en la Biblioteca del Congreso de la Nación. Allí mismo, desde el jueves 14 de agosto, es decir, el jueves pasado, están expuestas en un panel de madera pegado a la pared mis revistas literarias y subterráneas. He dejado para la exposición cinco ejemplares de cinco números de la vieja y artesanal Trascender y cinco ejemplares de los únicos cinco números editados de la pequeña y más reciente Aquí y Ahora. Hoy es el último día de la exposición. Participaron entre veinte y treinta publicaciones alternativas. Nada extraordinario. Poco vigor, poca originalidad y poco compromiso. En el acto de inauguración de la muestra o de la exposición estuvieron presentes el vicepresidente de la nación –y se reirían mis lectores posibles si supiesen qué clase de hombre es éste al que me refiero— y varios diputados nacionales. También estuvieron los músicos del ejército; no recuero a qué fuerza pertenecían exactamente. Era un cuarteto integrado por saxofonistas y trompetistas muy elegantemente vestidos. Eran joviales, alegres y educados. Allí estaba yo, en medio de toda esa algarabía. Había periodistas de televisión y radio, camarógrafos y decenas de personas adineradas vestidas con trajes y corbatas. Yo no entendía muy bien la escena. Veía el panel pegado a la pared con mis revistas y un collage en el centro, y luego, mirando levemente hacia el otro lado veía a los diputados, al vicepresidente, a los periodistas, a los músicos del ejército y a todos los adinerados de la sala. Los editores de las revistas alternativas no aparecieron. Había solamente cuatro o cinco. El resto había ido un día antes para armar los paneles y no aparecieron más. Desde aquel día jueves hasta hoy viernes hubo una serie de conferencias de temáticas que no me interesaron y por ese motivo no concurrí a ninguna de ellas. Simplemente iré hoy por la tarde a encontrarme con mi amigo de la infancia y a reírme con él por el hecho de que el joven y loco Klodi haya llegado con sus revistas independientes a la Biblioteca del Congreso de la Nación. Tomaremos algunas fotografías para retratar la ocasión. Para mí, este hecho, es como la finalización de un ciclo, de una etapa. Un decir: Con esto llegué hasta aquí. Edité, en total, trece números entre las dos revistas, y el futuro se me presenta incierto. Es más, no me interesa demasiado, simplemente deseo pasar una buena tarde con mi amigo y ver si puedo persuadir a algún editor de revistas o periódicos para que me publique algún escrito. Eso sí me preocupa, el dinero para vivir. El resto son problemas eternos y existenciales.

El arte es un mullido lecho para los que nos sentimos vagos de profesión. Cuando uno comprende esta verdad, se proclama a sí mismo solemnemente artista, escritor o pintor, músico o poeta. Luego, los demás, empezando por la familia y por los amigos, no aceptan casi nunca esta solemne proclamación individual que les parece subterfugio, un buen pretexto para no trabajar. Pasado el tiempo, si el vago por casualidad resulta un artista estimable, la vagancia no se toma en cuenta, es, en algunos casos, una belleza más, un gracioso lunar: en cambio, si el supuesto artista no produce nada que valga la pena, entonces su vagancia se pone al descubierto y se convierte ante los ojos de sus conocidos en algo criminal, desagradable y repelente. En esto, como en todo, el éxito establece la ley. Pío Baroja

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59. SI BIEN TIENDO A RECLUIRME y a bajar el nivel de mis delirios con el cristianismo y un poco de lectura de algunas páginas del Nuevo Testamento, mi pasión oculta y profunda es por los personajes de las historias reales de la literatura mundial, y no digo universal porque quizás existan literaturas extraterrestres… Quiero decir que por más que me tranquilice al leer el Nuevo Testamento y vuelva a adoptar momentáneamente una postura de espera –espera de la segunda venida del Señor Jesucristo, espera de la muerte y el Día del Juicio, espera apacible del futuro— siempre me tienta saber más sobre los sucesos acaecidos en los períodos intensos e interesantes de la historia de la literatura. El día de ayer fui a visitar a mi amigo Gustavo a su salón. Conversamos amena y ampliamente sobre temas diversos, y en un momento dado le comenté que estaba viviendo más en otras épocas y lugares que en esta época y en este lugar en que me toca vivir. Le hice algunos comentarios sobre la Generación Perdida, sobre Gertrude Stein y Alice B. Toklas, sobre la Rue Fleurus, sobre Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald y toda esa magnífica época. Al instante me comentó que una mujer con la cual él había tenido y mantenido una historia amorosa intensa e interesante había escrito un libro relacionado con aquella época y aquellos personajes. Se levantó rápidamente de su silla, se dirigió hacia una de las habitaciones y escuché, desde mi silla y mi lugar, algunos ruidos. Supuse que estaría buscando el libro y mi suposición fue correcta y acertada. Volvió contento con el extraño ejemplar en sus manos. Un libro anaranjado no muy ancho pero sí alto, con una portada realmente original. Ahora lo tengo aquí a mi lado en mi escritorio. La tapa consiste en una impresión de letras manuscritas cursivas en forma circular, de tanto en tanto resaltan algunas palabras escritas en imprenta mayúscula, como por ejemplo –empezando desde la parte inferior de la portada del libro—: EL PORVENIR DEL SOCIALISMO / LUZ DE EUROPA / MASSACHUSSETTS / MUNDO / LA FUERZA y JOYLISES, que supongo vendría a ser una palabra proveniente de la unión del apellido Joyce con el título del libro Ulises de James Joyce. En la parte inferior izquierda de la misma portada hay como una pequeña ventana rectangular en forma vertical donde puede verse el rostro de una mujer flaca, de nariz larga y puntiaguda, con el pelo negro y corte carré, o sea, con el pelo hasta la altura de la nuca. Tiene los ojos bien abiertos y largas pestañas. Si abrimos la tapa del libro podemos ver el resto del dibujo que está impreso sobre la primera página del libro. Allí vemos el cuadro completo. La mujer está sentada sobre una silla y está acodada sobre una mesa. Sostiene entre sus labios un cigarrillo y su mirada está definitivamente perdida en la nada. Sobre la mesa hay una copa a medio llenar –podemos suponer que contiene vino tinto— y alrededor de ella –la mujer— hay personas sentadas algunas y paradas otras. Hay mujeres y hay hombres de saco y sombrero conversando al lado de la barra del bar. El dibujo es realmente expresivo aunque no es detallista en su estilo, sino que recuerda el trazado apurado y rápido de los cuadros fauvistas de Matisse. Pero lo importante aquí no es el dibujo sino el libro que se titula El affair Skeffington. Su autora se llama Cristina Forero, aunque ella prefiere llamarse María Moreno. Esta señora fue y es la misma que Gustavo conoció hace varios años cuando ambos trabajaban en el diario Tiempo Argentino. La verdad es que ella es una buena y original escritora, y el libro es un buen y original libro…, y yo soy un mezquino en mis elogios y poco original a la hora de elegir las palabras para elogiar a ambas cosas; a ella y al libro… Y ahora llamé cosa a ella y no continúo porque todo empeorará, aunque creo que ella entendería estos pequeños inconvenientes si me conociera un poco a través de mis palabras. Y no hay manera ni modo de que no me aburra cuando intento elaborar un escrito más explícito, es decir, nombrando ciertas cosas que normalmente no nombro. Sé que este hecho, el de no ser demasiado explícito ni descriptivo juega en mi contra; lo sé y lo lamento. Envidio sanamente a María Moreno en cuanto que ella posee una extraordinaria paciencia a la hora de elaborar sus referencias y sus notas al pie de página. Estas referencias y notas no son vanas, como ocurre muchas veces, sino que son informativas y hasta humorísticas. A su vez, ayudan a sustentar el contexto en donde se desarrolla la historia, el París de los expatriados o exiliados norteamericanos o estadounidenses, más precisamente. Sin las notas continuas y abundantes, el libro carecería del sustento intelectual necesario para tratar temas históricos reales, aunque estoy casi seguro de que muchos de los personajes de la historia que ella elabora son ficticios y ficticias son las notas que a ellos se refieren. La autora posee agudeza intelectual, habilidad narrativa y descriptiva, sobre todo. Sus observaciones son muy inteligentes y el libro demuestra que ella ha estudiado mucho y muy atentamente ese particular período histórico. La verdad es que estoy sorprendido con este libro y espero poder conocer a su autora, y espero también que mi intento no resulte frustrado como me pasó con la señorita Bárbara Belloc, aunque sé que no profundicé mi búsqueda del paradero de esa bella poetisa argentina. Qué bueno sería si María Moreno se dedicara a elaborar las notas al pie de página de algunos de mis libros (¡y qué exuberante y hasta cierto punto pedante suena que diga: algunos de mis libros!). Me conformaría con que elaborara las notas de este último que ahora continúo escribiendo, aunque también me tienta el desafío de elaborarlas yo mismo, enfrentar esa tarea, meditar, tranquilizarme y ser conciso y preciso en cada nota, desarrollar esa faceta que requiere de erudición, pero más que nada de paciencia. María Moreno debe corregir sus textos como una periodista profesional; estoy convencido. Escribir este libro que tengo aquí a mi lado le habrá consumido unos cuantos días y le habrá provocado unos cuantos dolores de cabeza. Cómo encaró la estructuración de su libro es algo admirable, en ella hay algo que no hay en mí; profesionalidad. Es una escritora profesional… (Y después de tantos elogios es justo que me permita ser un tanto irónico). Bueno, todo esto resultó ser la introducción a un escrito que nunca existirá, pues nunca tendré esa paciencia bendita. Quizás algún día comente el tema del libro. O brevemente y ahora mismo; trata sobre la vida y la obra de la poetisa estadounidense Dolly Skeffington. Si existió en realidad o no habrá que preguntárselo a María Moreno.

Desde los días de Rousseau ha sido frecuente que la mayoría de las grandes autobiografías ofendieran a sus contemporáneos. Esto es comprensible, porque decir la verdad, la descarnada verdad de uno mismo y sus alrededores ha sido la meta de los grandes escritores. Y la verdad sin disfraces es siempre desagradable. Peter P. Rodhe

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60. QUISE CORREGIR Y REVISAR algunos de mis escritos. Vano intento. Desperdicio de tiempo. Acumulación de sustancias para acumular más tedio. Odio leer mis escritos de índole tediosa. Odio y detesto leer mis cantos al hastío. Lo único que hice fue abandonar todo y recostarme en mi cama pensando en Bárbara Belloc. Su nombre me excita; es armonioso, novelesco y literario. Le quise escribir una carta a Germán, pero el hecho de pensar si la incluiría o no en este libro me inmovilizó, me paralizó. Todos estos dilemas logran que me sienta mal, pésimamente mal. También estoy obsesionado con la idea de conocer a María Moreno. Ir a verla y darle algunos de mis escritos. Nada más. Pensé páginas enteras recostado en mi cama. Cartas para Germán y mensajes extraños para María Moreno. Ni siquiera sé cómo es. Quizás no le interesen ni un poquito los delirios de un extraño joven que escribe lo que puede y cómo puede. Yo no soy de esos ambientes literarios ya oficializados. No sé. Ahora todo me genera dudas y confusiones. Y me voy a ir a recostar y mejor me voy a quedar con la imagen de mi hermana Manuela escuchándome leerle un texto ameno de Lin Yutang sobre El culto a la vida ociosa en el parque Las Heras sobre el verde pasto. Hoy fui actor de mis vivencias. Me reí con gusto y sentí en mi piel el fresco viento de la realidad.

El único medio para soportar la existencia es aturdirse en la literatura como en una orgía perpetua. El vino del arte causa una larga embriaguez y es inagotable… Gustave Flaubert

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62. EN LA MÚSICA Y EN EL CANTO hay esplendor. Cuando la humanidad inherente a los humanos es llevada al extremo hay esplendor. Cuando aflora y florece el puro sentimiento humano hay esplendor. Y el esplendor es lo que me importa. En la liberación hay esplendor. La tensión y el ahogamiento no pueden llevar al esplendor. Para liberarse hay que distenderse, y para distendernos es necesario creer que vamos a lograr lo que deseamos lograr. Si tenemos y poseemos esa seguridad, esa tranquilidad con respecto al futuro, podemos distendernos y soltarnos. La seguridad de poder crear todo lo que queramos crear. Cuadros, libros, fotografías, collages, revistas, museos, fundaciones, lo que sea. El esplendor es necesario; hay que ir tras él. ¿De qué sirve existir si no estallamos? El esplendor es estallido. Estallido de emociones de alto vuelo, estremecimientos fisiológicos, alegría extrema que baja el cielo a la tierra. Escucha música y siéntelo, observa reír a los jóvenes y siéntelo, mira a través de los brillantes ojos de los niños y percíbelo, contempla un amanecer o un atardecer y deja que el aire atraviese tu ser entero, que el viento esclarezca tu visión. Ama, ama a todo. Desborda. Rebasa. Que salga energía de tu cabeza y que inundes el ambiente haciendo que la luz sea más lucífera, que la transparencia sea posesión de todos y de cada uno. Que cada uno ame. Elevémonos, glorifiquemos… No hay palabras que puedan estremecernos de grandeza, la grandeza hay que sentirla, hay que experimentarla, vivenciarla. Como sea que cada uno la experimente, pero hay que experimentar la grandeza; es un deber supremo. Hay que llorar y cerrar fuertemente los ojos si es necesario, derramar lágrimas de éxtasis, esas que son producto de una conjunción perfecta entre sufrimiento y placer, entre gozo e impotencia. El sólo hecho de llegar hasta allí en la búsqueda de la grandeza y el esplendor humano ya nos hace dignos de merecerlos. Quedarás vacío en la búsqueda, pero habrá valido la pena. Supongo que más allá de eso no se puede llegar. ¿Qué más hay? Sentir todo, vivirlo todo. No hay más nada. Todo se resume en la disponibilidad de la sensibilidad. Es el filtro por el cual atraviesa la experiencia. Si tu sensibilidad está disponible y abierta, eres rico. Todos los matices son tuyos. Extraes eternidad de simples momentos. Goza del esplendor escuchando la música y el canto. Y halla grandeza en ser extremadamente humano.

No me basta con leer que las arenas de las playas son suaves; quiero que mis pies desnudos lo sientan. André Gide

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63. HESSE SOÑÓ E IDEÓ la provincia pedagógica de Castalia. Esbozó y planificó las bases teóricas del Juego de Abalorios. Ambas cosas son realmente maravillosas y excepcionales. Mi realidad se encuentra a miles de kilómetros de distancia de Castalia, pero en mi cobijo reinan y predominan los ideales castalios. Yo me meto en el juego, estoy en el juego y continúo jugando. No cuento con un Magister Musicae que me aconseje ni me guíe en mis pasos futuros. Hesse mismo es el Magister Musicae y también el Magister Ludi. Nosotros apenas estamos en la etapa de la escuela de selección. O quizás ya fuimos derivados a alguna escuela especial; si fuera por mí, yo iría a Waldzell. El juego de abalorios, para mí, es como un gran collage. En un collage abundan las asociaciones y las analogías; armar un collage es como preparar una partida del juego de abalorios. Mis estudios libres los dediqué y aún los dedico a armar mi propia historia, mi propia obra literaria. Y así como los anónimos estudiantes de Waldzell podían dedicar su vida entera a elaborar, preparar y escribir una Historia del laúd desde el siglo XV al XVII, para dar un burdo ejemplo, yo me dedico a elaborar algo así como una Historia de la juventud argentina nacida durante el período de la catástrofe [Nota al pie: Tiempo después de haber escrito esas palabras, me encuentro con un extenso artículo publicado en una popular revista dominical de gran tirada titulado Futuro imperfecto, referido a las jóvenes que no estudian ni trabajan. En el artículo abundan los datos estadísticos, pero sólo quisiera señalar algunas palabras de algunos profesionales que escriben en el artículo; por ejemplo, la señora Susana Torrado, socióloga experta en demografía, opina: Si los jóvenes están mal es porque sus padres están mal. Y una gran parte de los chicos que nacieron entre 1975 y 1985 son los que peor la pasaron porque se socializaron en lugares de exclusión. Es una generación de difícil reinserción que en el futuro seguramente ocasionará diferentes formas de conflictividad social. Otro sociólogo opina: Es duro, pero hay que decirlo: hoy los chicos ni siquiera pueden aspirar a tener un nivel de vida como el que alcanzaron sus padres. Y la mayoría le teme al futuro. No saben si podrán conseguir un buen empleo, o un empleo a secas. No saben si podrán hacerse cargo del sostén de la familia que les toque formar, si podrán ser alguien. Son conscientes de las dificultades que viven sus propios padres, y saben que están ante la última posibilidad de orientar su biografía. El periodista principal del artículo se pregunta: ¿Será el miedo a ahogarse el que los hace quedarse tan quietos? Finalmente el extenso artículo termina con unas reflexiones inteligentes y optimistas de un filósofo apellidado Rozitchner que vale la pena recalcar: Para que la vida tenga sentido hay que dar la batalla por el propio deseo. Sumergirse en una visión de imposibilidad, es reproducir el mal. Hay que pelear por la felicidad propia. El que no es protagonista de su vida, no logra nada (…) Hay un remedio: curarse de la absurda creencia de que la vida puede no tener dificultades (…) Esa moral de derechos, tan ignorante de la realidad, debe ser reemplazada por una moral del entusiasmo y la acción.]. Claro que no elaboro esa historia como lo haría un historiador común y corriente, sino que esa historia se desprende de mi extensa autobiografía. Y como yo mismo nací y viví inmerso en la catástrofe no se puede pretender demasiado. Sería como pretender que un cronista que se encuentra en medio de un naufragio reparara en el estilo y en la estructura de su crónica. El pobre náufrago cronista hará lo que pueda, pues el barco en el cual iba a bordo se está hundiendo rápidamente. Eso se llama entender el contexto en el cual surge una obra literaria. Influirá también el hecho aparentemente insignificante de si en el barco hay algún lugar cómodo para escribir o no lo hay, si el cronista viaja en verano o en invierno o en otoño o en primavera, si padece alguna enfermedad o si está sano, etcétera. Hay que tener todo en cuenta, y principalmente el hecho de si el cronista tenía solucionado el problema de su sustento alimenticio o alimentario; si tenía vivienda o no la tenía, si pagaba alquiler o era propietario. Todo esto influye en el estado anímico y emotivo del supuesto cronista. Debemos considerar también la formación intelectual del cronista. Si cursó estudios en alguna institución académica o si no los cursó, si tuvo guías o maestros o si fue autodidacta; si tenía libros a su disposición o si no los tenía. La influencia del contexto, del entorno, del período histórico por el cual atraviesa la nación en la cual el cronista o el escritor habitan, es innegable. No podemos entender y abarcar adecuadamente su obra si desconocemos todo eso. Si nos gusta o no lo que escribe el cronista o el escritor es otro asunto. No hay contexto que justifique a un mal escritor. Hacía días que no escribía. He asimilado demasiada información durante estos días. Exteriorizar todo lo que experimento dentro de mí es una labor realmente extenuante. Iré de a poco; volcaré en el papel algunas conclusiones hoy mismo, y de hecho ya hice algunos comentarios que consideré esenciales. En los días venideros continuaré expulsando y exteriorizando todo el bagaje intelectual que ofusca mi claridad, que me genera cierta pesadez, cierta presión sobre mis sienes, que proyecta una constante niebla en mi vista. A la escritora María Moreno le llevé un paquete literario que contenía una carta destinada a ella, unos cuantos escritos míos, algunos poemas también míos y le envié en el mismo paquete –que consistía en un sobre grande de papel madera— algunas fotocopias de imágenes relacionadas con la Generación Perdida, y otras, simplemente, eran retratos de escritoras famosas como Virginia Woolf y Katherine Mansfield. Había una fotografía tomada en la famosa librería Shakespeare and Company donde podía verse, y aún se puede si se consigue una copia, a Sylvia Beach junto a James Joyce sentados alrededor de una mesa repleta de papeles y portasellos repletos de sellos. Todavía no tuve noticias de María Moreno. Le entregué el sobre personalmente en la puerta del aula número dos del Colegio La Salle ubicado en la calle Riobamba en la Capital Federal. Ese día me dirigí un tanto nervioso y ansioso al Centro Cultural Ricardo Rojas. Allí me informaron que el taller que dictaba la escritora María Moreno no se estaba dando ahí sino en el Colegio La Salle, y me fui para allí rápidamente pues sólo había una distancia de seis o siete cuadras de un lugar a otro. Pues entonces le entregué el sobre personalmente. Tenía un peso considerable. Adentro había unas quince hojas tamaño carta más las fotocopias con las imágenes más algunos ejemplares de mi revista. He aquí la carta que le entregué adjunta a todo el curioso paquete literario:
[Aquí el libro continúa con la carta a María Moreno, que está publicada en la sección de la etiqueta titulada Cartas y mensajes de este mismo blog.]