Año Nuevo
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Año Nuevo fue extraño, algo así como una experiencia psicodélica, ¿o no? ¿A qué le llamaban así? De todos modos no importa, fue extraño por las emociones que allí tuve, fue extraño por la energía que había allí y fue particular porque el hotel estaba habitado nada más que por todos nosotros; los amigos de Daniel y nosotros cuatro, y claro que también por algunas novias de los chicos, por Almíbar y otro señor inexpresivo que también era encargado del hotel. Hubo pequeños inconvenientes con algunos de los amigos de Daniel por el dinero, ya que ellos habían comprado la comida y la bebida y se imaginaron que nosotros íbamos a festejar con esa comida y esas bebidas, pero pronto se solucionó todo y nosotros compramos nuestras propias cosas. Ya para las diez de la noche estábamos bastante excitados e inquietos, íbamos de aquí para allá trasladándonos de habitación en habitación y conversando con nuestros vecinos de hotel, que naturalmente eran todos conocidos. Habían comenzado los preparativos para la gran noche. Nos ubicaríamos todos en la terraza y allí comeríamos y festejaríamos. El hotel estaba copado por una veintena de jóvenes dispuestos a tirar abajo el edificio más grande. En un momento estaba en la pieza con Sebastián, Pedro y Germán; sentado en la parte baja de una cama marinera, y empecé a sentirme extraño, no quería salir a festejar, pues en ese momento consideraba que no tenía motivos para festejar. ¿Qué festejan?, le preguntaba una y otra vez a Sebastián que me miraba perplejo y estupefacto por mi estado de ánimo inadecuado para el momento. Me había puesto testarudo y no quería salir, estaba triste, desgarrado, las heridas del pasado cobraron honda vitalidad y derramaban su veneno por todo mi ser. Mi vida era normal, pero ciertos acontecimientos duros acaecidos en el pasado estaban latentes en lo más profundo de mi espíritu, y en ese momento surgieron como pocas veces en mi vida. Les pedí a Pedro y a Germán que se fueran, y a su vez le pedí a Sebastián que se quedara, y él no entendía bien para qué. Al instante comencé a llorar y a llorar y a llorar y no paré por un buen rato. Sebastián trataba de tranquilizarme, pero mi llanto no cesaba, me sentía solo en la vida, pues hacía largo tiempo que callaba mi dolor, y es muy fácil decir que a uno le va bien si guarda todo el tiempo sus más íntimos y dolorosos secretos. Esa noche lloré como era debido a mi padre que ya no estaba, pues en su muerte, que no había sido hace mucho, yo no lo había llorado, me había guardado el aguijón y el maldito seguía pinchando. Lloré porque en mi vida habitual yo no demostraba amor a nadie, ¡y cuánto amaba a ciertas personas! Pensé en mi madre, en mi laboriosa madre, en mi hermana, mi querida hermana, y pensé en mi crudeza de espíritu, y esa noche ablandé todo, descargué lágrimas por todo. Normalmente las personas sí que festejan esa noche, pues prefieren olvidar todos los asuntos y continuar todo como si nada hubiese pasado –solución promovida por los simples—, pero yo creo que por ciertas cosas sí vale la pena llorar porque deben sanar y ser aceptadas, y si se las evade, continúan latentes hasta el resto de nuestras vidas. Me había descargado de ese modo otras dos veces en la vida. Una vez en un campamento en la provincia de Mendoza con el colegio cuando tenía catorce años y habíamos tenido unas conversaciones sobre temas espirituales –era un colegio católico— y la consecuencia obligada de fisgar en el interior fue el llanto del consuelo, de la sanación. La segunda vez había sido en la casa de un novio de mi hermana, que era un joven muy transparente e inteligente, y viendo un video cassette del casamiento de su padre se habían removido sus sentimientos y posteriormente los míos y los de mi hermana. Sebastián me agradeció en una actitud muy sincera por haberle contado esas cosas, y me daba palmadas nerviosas en el hombro demostrándome su amistad y tratando de tranquilizarme. A todo esto el resto de las personas ya se habían enterado que yo estaba encerrado y desgarrado por el llanto y prefirieron pensar que me había caído mal el alcohol y que estaba diciendo fruslerías. De hecho yo había tomado bebidas alcohólicas y también estaba un poco ebrio, pero hoy continúo pensando que mi causa fue verdadera, más verdadera que los acontecimientos habituales. ¿Cuántos de los que allí había tenían aguijones clavados en su espíritu? ¿Cuántos que sentirían un profundo dolor por algo pero prefirieron cantar y olvidar sin recordar? Desde luego que no propongo que todos deban llorar en un Año Nuevo, pero el que lo siente debe hacerlo, pues el llanto sana. Después me sacaron a la fuerza de la habitación diciendo que me dejara de joder, y hoy agradezco esa actitud, pues después de haberme descargado festejé alocadamente, comí y bebí con todos y juntos hicimos una cuenta regresiva del último minuto del año que jamás voy a olvidar. ¡Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete, cincuenta y seis, cincuenta y cinco, cincuenta y cuatro, cincuenta y tres, cincuenta y dos, cincuenta y uno…!, así gritábamos todos al unísono y con bronca, y después de todo, mandando todo lo triste al demonio. Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero… Y todo explotó, el cielo y la terraza, las casas vecinas y los vecinos, las copas se chocaban derramando líquido, los corchos volaban por el aire y todos nosotros en éxtasis disfrutando el momento. Después Sebastián, Germán, Pedro y yo nos fuimos por un lado, y Daniel, su novia y sus amigos se fueron por otro. A eso de las cuatro de la mañana volví tambaleándome y caminando rápidamente al hotel; los chicos se habían quedado en la playa. Al otro día de a poco se fue despertando la gente, todos tenían los rostros demacrados, con ojeras y despeinados, todos habían dormido mucho.
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Esa tarde hizo un calor insoportable y nos quedamos en el hotel pasando el tiempo y conversando sobre lo acontecido ese mismo día pero muy temprano. Claro que el acontecimiento mío del llanto no se nombró y dudo de que alguna vez se vuelva a nombrar. Conversamos, tomamos unas frías cervezas que habían sobrado y escuchamos al atardecer unas canciones que tocó Martín, un amigo de Daniel, en su guitarra. Después comimos y le pedimos a Daniel si nos podía alcanzar con su coche a la terminal de ómnibus porque Sebastián y yo debíamos volver a Miramar, y Pedro y Germán se iban para Necochea a la casa de Román, que era el primo de Martín, el amigo de Daniel que nos había tocado unas canciones en su guitarra. Por casualidad, antes de despedirnos de Pedro y Germán, le pedimos la dirección de la casa de Román en Necochea por si la necesitábamos para algo. Daniel nos llevó en su coche junto a su novia a la terminal de ómnibus, y después de despedirnos cada uno se fue por su lado. Llegamos a Miramar a eso de las una y media de la madrugada del día 2 de enero. De camino a La Casona tomamos la peatonal por el otro extremo, el opuesto del que ya conocíamos, y allí había una feria artesanal, así que antes de ir a dormir paseamos un rato por ahí. Contemplamos el escenario. ¡Qué hermoso ambiente! ¡Cuántas jóvenes lindas! ¡Qué buenos bares para tomar algo! Estábamos contentos y ahora debíamos ponernos más serios, pues debíamos trabajar rudamente por dos meses. Llegamos a La Casona, recorrimos lentamente la galería, al llegar al fondo doblamos unos metros hacia la derecha y allí estaba La Cueva esperándonos. Para encender la luz había que caminar unos pasos y treparse a las dos camas para recién poder encenderla. Todo eso lo hacíamos un tanto ansiosos y nerviosos, pues no era para nada agradable estar a oscuras por ahí. En una oportunidad Virginia nos había contado que esa casa había sido el casco de la quinta de Urquiza, y con ese asunto nos la pasábamos bromeando. Yo siempre le decía a Sebastián que por allí debía de haber espíritus en pena, y que porqué no intentarían comunicarse con los nuevos habitantes. Yo lo pensaba relativamente en serio, y Sebastián siempre respondía lo mismo: ¡No me jodas con esas cosas…! Lo cierto es que esa casa daba miedo. Hacía dos días que habían llegado a la casa la hija del matrimonio con su esposo y su hijita, o sea, el yerno y la nieta de Virginia y Miguel. A mí el yerno no me había caído bien, ya de antemano porque sabía que había sido militar. Y aconteció que yo tampoco le caí bien. Cuando nos levantamos fuimos con Sebastián a desayunar a la cocina y yo respiré un ambiente extraño, pues me saludaron de una manera muy seca. Al instante me enteré porqué. Miguel encendió un cigarrillo y me dijo: Vení un minuto que quiero hablar con vos… Y yo le respondí: Está bien…, y me encaminé tras él hacia el patio. Allí nos sentamos. Yo también me prendí un cigarrillo y conversamos. Entonces me explicó que yo a su yerno no le había caído bien porque no me veía para mozo, y como era su socio, simplemente tenía que irme. Me dijo que él no me veía muy organizativo y práctico, y que además el mozo debía ser la cara de la empresa, y que si yo no atendía muy bien a la gente, ésta se iría disconforme. Me dio cincuenta pesos y me dijo fulminantemente: ¿Está todo claro? A lo que yo respondí: Sí, sí, clarísimo. Al comunicárselo a Sebastián, éste se entristeció porque ya no sería lo mismo estando él solo allí, pero no había nada que hacerle, tenía que irme indefectiblemente.
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Cuando me fui a despedir del resto de la familia, Virginia me dijo unas palabras: Yo lo siento mucho, pero veo que vos no servís para esto. Vos sos un intelectual, se te nota a simple vista, y es mejor que te dediques a lo tuyo. Yo veo que vos te sentís un idiota haciendo estos trabajos y yo necesito a alguien que ponga más empeño. Además, yo entiendo que ustedes sean jóvenes y quieran salir a la noche, pero cuando hay que trabajar, hay que trabajar. Y le contesté de un modo parecido que a Miguel: Sí, sí, está bien, muchas gracias por todo y suerte. Todo estaba claro, no nos habíamos caído bien mutuamente, punto. Agarré mis pertenencias y Sebastián me acompañó a la terminal de ómnibus, a la misma que habíamos llegado unas trece horas antes, para irme a Necochea a la casa de Román, que era donde estaban Pedro y Germán y que de casualidad me habían dado la dirección. Decidí ir allí hasta que se me terminara el poco dinero que me quedaba. La despedida con Sebastián fue triste y emotiva, pues sinceramente queríamos estar los dos allí y pasar buenos momentos. Lo abracé y me subí al micro, pero antes de eso él balbuceó: Pará, no te despidas así, después podés venir a verme, venite con Pedro, o llamen… Y yo le dije que sí, pero sabiendo que volver iba a ser imposible porque no me alcanzaría el dinero. Con ese micro fui a Mar del Plata, y de allí con otro micro a la ciudad de Necochea, y desde la terminal de ómnibus de Necochea me fui en colectivo a la casa en donde además de estar Román, Pedro y Germán, estaba Manuel que era un chico del barrio que yo conocía hacía bastante tiempo. Cuando llegué a la casa, aplaudí desde las rejas y salió Manuel, el chico del barrio, que estaba dormido y no de muy buen humor, ya que en vez de exclamar: ¡¿Emanuel, qué hacés acá…?!, dijo algo así como: Ah, ¿qué hacés por acá? Vení, pasá, están todos durmiendo…, todo dicho de un modo no muy entusiasta. Antes de rememorar todo lo ocurrido allí en los días siguientes, expondré aquí los escritos que guardo y que fueron escritos en los días que estuve en La Casona. Allí están mis dudas y estados de ánimo plasmados para siempre.
Jueves 28 en La Casona
Traje todo hasta aquí, pero no traje nada. Traje los libros, los cassettes, el reloj despertador, los papeles y las lapiceras; todos objetos que siempre me rodearon allá en mi casa, en el transcurrir de la vida habitual. Y ¿qué aprendizaje me dejará este viaje? ¿Qué podré sacar de él? ¿Me regalará la vida algún acontecimiento especial? ¿Me hará conocer a alguien? Dudo ante todo aquí sentado, en esta casa gigante llamada Santa Elenita que es realmente vieja, grande y misteriosa. Miro los libros y pienso: ¿Ése es todo mi tesoro? Quizás mi tristeza se deba a la gran certeza que poseo sobre lo que la vida pueda darme. Sé que yo soy el que transforma la realidad, para bien o para mal, y por lo tanto sé que mientras yo no cambie ciertas actitudes, nada asombroso sucederá. ¡Qué difícil cruzar la brecha entre el pensamiento y lo real, entre la imaginación y lo concreto! Podemos pensar en hacer algo descomunal, pero ¿quién lo hace? O si lo hacemos, siempre es diferente a lo que imaginábamos.
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Quizás en los viajes, cuando se está auténticamente solo, valoramos aquellos amores que vivimos, lloramos ante todo, ante la inmensa soledad de nuestro triste espíritu. Nada tengo, y por lo tanto nada soy, pues si mi entereza no se proyecta sobre algo o alguien y no fluye, se estanca y deja de existir. Si no hay reciprocidad en el hecho de amar, no hay nada. En realidad, mi supuesto gran todo, esa visión abrumadora de intensidad de vida, se resume en un amor, en ciertos escritos, en ciertos libros y en ciertas personas. Y ahora, cuando ese amor no existe, cuando esos escritos están bien guardados y nadie los lee, cuando los libros están pero hace días que no los leo y no creo que puedan ayudarme y la persona que más amo está muy lejos; ¿a quién le revelo mi amor? ¿Quién me escuchará y me dirá que también me ama? ¿Quién me podrá abarcar y comprender y luego amar? Por último observo los libros, leo el nombre de sus autores y los amo porque son mis hermanos en el sentir, y sospecho que todos ellos, esos grandes hombres, murieron en vida de soledad, de amor ahogado, de infinidad estancada, y quizás ése sea mi destino, pues es difícil abarcar grandes distancias, y si no se abarcan no se comprenden, y si no se comprende no se puede llegar a amar.
Escrito en La Cueva
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Te diré tu tragedia; el tiempo siempre te arrasó, siempre fue más rápido que tú, los duros acontecimientos se desarrollaban y tú nunca los entendiste. El hecho de existir siempre te resultó maravilloso y trágico, y entre percepciones y decisiones el tiempo pasaba, y allí tendido el niño creció y todo continuaba. Y te diré también una cosa importante; si no recuperas el primitivo espíritu de vencedor y no actúas más rápido que el tiempo, éste sin duda te arrasará nuevamente, y nuevamente sabrás cuál fue tu tragedia.
En La Cueva
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De música, libros, cigarrillos y una expedición al bosque
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Ya dentro de la casa Manuel se preparó unos mates y le conté todo lo que había sucedido. Pronto se fueron levantando los otros chicos y tuve que contarle a cada uno lo que había sucedido. Después le pregunté a Román, el dueño de la casa, si no tenía problemas con que yo me quedara a pasar unos días. Él me respondió como yo esperaba, diciéndome que estaba todo bien. Me guardé el dinero para poder comprarme el pasaje en tren que me serviría para volver a mi casa, y el resto lo puse en el Fondo Común que ellos habían organizado. Según los cálculos de Germán, mi dinero me duraría para cubrir la comida y la bebida por doce días. Lo principal ya estaba asegurado, pero el inconveniente iba a ser con los cigarrillos, ya que el poco dinero que me quedaba me alcanzaría para comprar dos paquetes de diez cigarrillos que irremediablemente me fumaría en los dos primeros días; y así fue. El resto de los días me las tuve que arreglar pidiéndole a Manuel, a Pedro y a Juan, cuando él vino unos días después. Si no estaban ellos salía a dar vueltas solo por la peatonal o la Avenida 10 para pedirle a algún despreocupado ciudadano que, para su mala suerte, pasara por allí, y si no, mientras que hubo, me armaba cigarrillos con un tabaco en bolsa llamado Richmond que era bastante fuerte pero que me quitaba las ganas de fumar. Los días allí consistían en quedarse despierto hasta muy tarde, dormir mucho e ir a la playa o a pasear caminando por la peatonal por la tarde. En la casa escuchábamos música todo el tiempo. Cada uno había llevado sus cassettes preferidos, y en conjunto había más de treinta. Principalmente fue el revolucionario Robert Nesta Marley quien musicalizó nuestras vacaciones, seguido por el místico Jim Morrison y casi a la par por el enérgico Mick Jagger. Después había unos cuantos cassettes de música nacional, y de los locales escuchábamos principalmente a Luca Prodan, seguido, desde que vino Juan, por el Indio Solari, y después por otros cantantes de menor importancia. Claro que la música fue importante –siempre lo es—, pues por las noches cantábamos todos juntos en el comedor de la casa algún tema preferido –posteriormente se quejaron los vecinos— y así las noches eran verdaderas fiestas improvisadas. El vino también fue protagonista en esas noches de canto grupal. Siempre teníamos una damajuana de vino tinto no muy bueno en la cocina. Un día compraron –yo ya no tenía dinero— nueve vinos mendocinos, algunos pateros y otros no. Pero todas estas cosas son normales en la vida de cualquier grupo de jóvenes que se van de vacaciones solos a una casa. Algo curioso fue el hecho de que ellos, al verme leer, también se interesaron por la lectura y leían algo. Germán siempre había leído algo en su vida habitual, y también escribía ensayos o poesías. Pedro siempre quiso leer, pero del mismo modo nunca lograba concentrarse –había estado dando vueltas con un libro de Robert Louis Stevenson y finalmente lo abandonó—. Manuel también leía habitualmente –no mucho— y también estaba esbozando sus primeras historias de ficción, y Román siempre fue el enemigo acérrimo del hábito de leer, pero con el transcurso del tiempo, al ver que casi todos leíamos algo por la tarde, también empezó a leer un libro fotocopiado sobre la vida de Bob Marley y el movimiento Rastafari. Yo me alegré por él y le dije que no importaba lo que leyera, lo importante era leer un poco, y de ese modo agilizar el funcionamiento de las neuronas. Germán eligió para leer durante las vacaciones un libro que era mío pero que todavía yo no había empezado a leer; Otras voces, otros ámbitos, de Truman Capote, y allí estaba Germán concentrado como nadie y recostado en el sofá del living comedor con su librito. También estuvo leyendo un libro de cuentos del escritor alemán Hermann Hesse que yo le recomendé y que le gustó. Pedro cada tanto me pedía la revista National Geographic en español y se iba a la pieza u ocasionalmente al baño. Manuel no leía nada, aunque en su casa sí lo hacía. Román continuaba con la vida de Bob Marley y aprendía las canciones en inglés, y en ocasiones nos sentamos juntos a tratar de traducirlas y después comprobábamos la veracidad de nuestra traducción con la del libro. Allá yo no leí tanto. Estuve ocupado la mayor parte del tiempo con un solo libro; Visiones de Cody de Jack Kerouac, y la verdad fue que me desilusionó. El libro era extenso, un poco menos de seiscientas páginas. Las primeras páginas en prosa fueron ágiles y llevaderas, empero, carecían de significados interesantes. Después comenzaban las transcripciones de las cintas magnetofónicas que habían grabado Kerouac y sus amigos. Eran conversaciones entre Jack y Cody –Neal Cassady— y eventualmente otras personas. Creo que la idea de Jack fue que Cody hablara como lo hacía siempre, o sea, filosofando y contando anécdotas increíbles sobre sus aventuras robando automóviles y estando en la cárcel, pero pareciera que Cody se intimidó por la conciencia de que lo estaban grabando y hablaba de fruslerías, por lo que haciendo justicia podríamos titular al libro Fruslerías de Cody, pues las supuestas visiones nunca salieron a la luz. Pobre Jack, su héroe americano no cumplió con sus expectativas. De todos modos, para los admiradores de Kerouac, es un buen material, ya que, como advierten los críticos bondadosos, el libro nos brinda la atmósfera de los Estados Unidos de aquella época, de las décadas del cuarenta y el cincuenta. Así que estuve entretenido con ese libro, otro de Sam Sephard que me resultó simpático y una autobiografía de Vladimir Nabokov que me aburrió un poco, pero que me permitió gozar de unas páginas en prosa tan bien escritas, tan elegantes, que hasta lograban transformar la postura en que yo me sentaba. Puedo decir que yo estaba en una actitud contemplativa no muy activa ni muy entusiasta, todo esto hasta el día de la primera expedición al bosque. Pero antes de narrar aquella otra experiencia que también calificaré de psicodélica –no sé si correctamente— por las percepciones que obtuvimos estando allí, intercalaré aquí un escrito sobre aquellos días contemplativos:
5 de enero de 2001
En Necochea
Nuestras conversaciones no tienen sentido,
nuestros actos no tienen sentido,
el hecho de estar es obligado, pero no tiene sentido.
Me dejo ir, dejo que mi esencia se vaya a vagar,
no me molesto en traerla y hacerla mía,
acepto como un alienado consciente que se fue
y que por el momento no volverá.
Soñé algo aparentemente profético,
pero nunca comprobaré su veracidad.
Me levanté y no estaba conforme conmigo mismo,
pero lo más fácil era olvidar el asunto
y hacer algo como un autómata.
Viví el día como un sonámbulo,
pues no era yo quien dirigía mi cuerpo.
Advirtiendo el sin sentido dibujé,
balbuceé comentarios estúpidos, hice movimientos estúpidos
y actué como un estúpido.
Y después de todo pensé nuevamente en ser yo mismo,
aquel ermitaño contemplativo de la cueva,
pero me reí, porque la empresa era muy complicada.
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La idea era ir al bosque de noche, y si nos animábamos, ir caminando hasta Las Grutas, que según teníamos entendido era un lugar de acantilados que quedaba a siete kilómetros una vez concluido el trayecto del parque boscoso. Nos equipamos –en realidad lo único que llevábamos además de la ropa eran cuatro litros de vino— y partimos. Apenas salimos de la casa empezó a lloviznar, pero esas gotas no iban a poder con nosotros. Ya estaba decidido, ésa era la noche de nuestra aventura. Decidimos ir avanzando de árbol en árbol cubriéndonos; ése era el secreto para burlar a la insidiosa llovizna. Caminamos unas cuadras hasta que llegó el momento de introducirnos en la parte más tupida del bosque. Nos introducimos y empezamos a caminar por un sendero amplio, y ya en ese entonces no veíamos nada –no teníamos linternas— y seguimos caminando unos cuatrocientos metros aproximadamente. En un momento decidimos tomar un sendero que se abría hacia la izquierda, y luego de caminar por él un corto tramo, salimos a una calle de tierra por donde pasaban automóviles, y yo no quería ir por ahí, sino que quería introducirme nuevamente en el centro del bosque. Román quería ir por esa calle, y yo insistía en que nos introdujéramos de vuelta al bosque. Estaba enloquecido con la idea de caminar por allí dentro, era fantasmal, y eso me incitaba aún más. Los árboles eran de esos que tienen piñas, que son finos y altos, secos y torcidos. El piso tenía una capa esponjosa de ramitas amarillentas que se desprendían de los árboles, y a su vez era ondulado, nunca llano ni parejo. Ese piso era fabuloso, y esas elevaciones onduladas eran intrigantes, pues uno quería saber qué se escondía detrás. Después, en un momento dado, hice una lucha libre con Pedro, y ya para ese entonces estábamos sin las remeras. La primera lucha la ganó él porque yo no había pensado que el asunto iba tan en serio, y él hizo una fuerza descomunal y me derribó, ganando así limpiamente; pero le pedí la revancha, como era de esperarse, y en ese segundo combate gané yo, pero su victoria fue más rotunda. De todos modos tenemos un tercer combate pendiente. Con Pedro incitábamos al resto para que luchasen, pero ellos insistían en que estábamos locos. Después Germán se entusiasmó y se enfrentó con Pedro. Se quedaron unos minutos forzándose y agarrándose fuertemente de los brazos hasta que Pedro, en una buena jugada, lo derribó. Pasado el tiempo nos tranquilizamos y caminamos bastante más. En un momento tomamos un camino que nos condujo a orillas del mar. En un ataque de euforia, y no recuerdo porqué motivo, comencé a insultar al mar, pero en realidad lo hacía contra la eternidad, ya que a más de una corta distancia no podía divisarse nada. Pedro me ayudó a insultar, y en medio de terribles carcajadas surgían los más originales improperios. El resto insistía en que estábamos locos, o peor aún: ¡Enfermos! Pero lo cierto fue que el hecho de insultar a la eternidad resultó ser terapéutico, pues después de haberlo hecho estábamos más tranquilos. Después decidimos con Pedro y Manuel introducirnos de vuelta al bosque, y Román y Germán no querían, y en ese ínterin de dudas nos separamos. Nosotros fuimos por nuestro lado y ellos por el suyo. Nosotros anduvimos dando más vueltas por ahí dentro, hasta que decidimos regresar porque ya nos habíamos ido bastante lejos y estaba comenzando a hacer frío. Llegamos a la casa extenuados, por lo que apenas entramos, nos fuimos directamente a dormir. Ya había amanecido. Román y Germán llegaron más tarde y ni siquiera los oímos entrar. Al despertarnos nos contaron lo que habían hecho. De las orillas del mar habían vuelto a la calle en donde habíamos estado y por donde pasaban automóviles, y ahí habían hecho dedo y una camioneta los había acercado al centro, en donde comieron algo y entablaron conversación con unas chicas. No es por nada, pero el bosque es mejor que la peatonal.
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La joven artesana
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Al día siguiente fuimos a la playa y fue una excelente tarde. Manuel tocaba la guitarra, Pedro y Germán jugaban al fútbol y yo cebaba y tomaba mate con el concentrado guitarrista. Román estaba en la casa. Decidí ir a pasear solo por la peatonal, ir a ver libros, y si me animaba, encarar a algunas chicas inteligentes para ofrecerles mi publicación literaria. Tenía dos números de la pequeña revista que había hecho junto a Octavio en Ramos Mejía unos meses antes. Los ejemplares eran fotocopiados y tenía bastantes, y si lograba vender algunos podría quedarme unos días más de vacaciones. Pero siempre sucedía lo mismo. No me animaba a entablar conversación con nadie, pues yo consideraba a mi revista especial, y debía estar destinada a una persona de las mismas características. Normalmente no encontraba a nadie que fuese especial. Siempre busqué a personas de ese tipo, y siempre confiando en que advertiría su condición con tan sólo mirarlas. Así que ahí iba Emanuel Klodi caminando y buscando a alguien especial con sus revistas especiales guardadas en la pequeña mochila verde y concisa. Había dos librerías. Una era de antigüedades, y realmente era una porquería. En la vidriera habría diez libros, como mucho, de autores conocidos. El tipo exponía El ser y la nada de Jean Paul Sartre como si fuese una reliquia, pero como en la vidriera vi libros sobre jazz, pensé que podría tener algo referido a la Generación Beat. Entré y le pregunté, y el tipo, con rostro dubitativo, dijo: Mmnn… Me parece que por acá –un caos de libros en ordinarias mesas— tengo uno de Kerouac, Los vagabundos del Dharma, pero creo que nada más. Tendría que fijarme en casa… Y volvió a su lugar detrás del mostrador. Busqué y busqué y no entendía cómo hacía ese tipo para acumular tanta basura. Supuse que le pediría a la gente que le llevasen todos los libros viejos y desconocidos que encontraran en sus casas para que él se los comprara. No había otra posibilidad para poder montar aquel curioso y polvoriento cementerio de basura literaria. Enfrente había una más moderna, pero tenía lo básico e indispensable para sobrevivir, por lo que mis recorridos por las librerías eran muy breves. Después encontré otra que era pequeña y que estaba ubicada en la mitad de una galería comercial no muy transitada. Era sin dudas la mejor, así que me alegré por los oriundos de Necochea y me fui porque no tenía dinero para comprar, tan sólo quería observar las ediciones, leer los prólogos, las solapas y las contratapas.
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Ese día que me fui de la playa a pasear, fui para el lado de la feria, y cuando llegué, los artesanos recién comenzaban a armar sus puestos.
Voy caminando sin esperar nada. Veo a una joven de cuerpo frágil, vestida humildemente y de apariencia de artesana. La miro fijamente a los ojos, me mira del mismo modo, me ruborizo internamente y continúo caminando. Pienso y vuelvo hacia donde estaba ella. Ella iba para el lugar de donde yo venía, la cruzo y nos miramos nuevamente. Merodeé por allí y la crucé otras dos o tres veces. Todo me causaba gracia. No podía haberla cruzado tantas veces y no haberle dicho nada. Me voy, ya está, perdí la oportunidad de hablarle y conocerla, pensaba en mi interior. Di unas vueltas por la peatonal, y cuando volvía para el lado de la feria la veo a ella que había armado su puesto en el piso y en una esquina. Me siento en el mismo cantero en donde estaba sentada ella y muy cerca. Ella conversaba con dos chicas. Se despiden, y antes de que se fueran las chicas, la artesana les pide fuego para encenderse un cigarrillo. Las chicas que se iban le dicen que no tienen, y aprovechando la ocasión, nuestro joven saca el encendedor del bolsillo de su bermuda azul y le dice amablemente: Tomá, yo tengo. Ella enciende el cigarrillo y agradece. Klodi le dice: ¿Qué pasó, no te dejaron armar en la feria? Y ella le explica que no, porque no había arreglado con anterioridad, y así comienza la conversación. Klodi saca dos revistas de su mochila y se las regala; la joven agradece y le dice que después las va a leer. Klodi advierte que no le interesa demasiado la literatura y se entristece en su interior. Llegan amigos y amigas de la artesana. Los jóvenes miran con indiferencia a Klodi. Pasado el tiempo pasan caminando por ese mismo lugar Pedro, Manuel y Germán que venían de la playa. Klodi se une al grupo para ir a la casa y cenar. Antes de irse mira a la joven artesana y le dice: Seguramente después nos vemos... Nuestro joven estaba ilusionado, quizás la podría ver por la noche en un bar, besarla, conversar y crear momentos inolvidables. Los chicos bromean con el asunto y cargan al ilusionado Klodi por el asunto de la joven artesana. Nuestro joven contento escribe sobre el hecho:
Simples circunstancias me enternecen,
me vuelvo como un niño y lloro de emoción.
Descreído iba, resignado caminaba, contemplativo y ensimismado andaba.
Allí por la feria, con ese clima especial,
con esos grises adoquines que la hacen particular.
Sonreí con un espectáculo de títeres,
miré a todas las personas a los ojos y me revelaron sus verdades más secretas,
confiaban en mí, en un instante me contaban todo y me pedían ayuda.
Pero tan sólo era un joven descubriendo verdades,
¿y qué iba a hacer con tanta tristeza, con tanto ahogo interno?
Caminé un día y participé en cientos de vidas,
alguien se acordará que un día le contó todo a un joven con tan sólo mirarlo.
Un amanecer y otras tardes inactivas
me vuelvo como un niño y lloro de emoción.
Descreído iba, resignado caminaba, contemplativo y ensimismado andaba.
Allí por la feria, con ese clima especial,
con esos grises adoquines que la hacen particular.
Sonreí con un espectáculo de títeres,
miré a todas las personas a los ojos y me revelaron sus verdades más secretas,
confiaban en mí, en un instante me contaban todo y me pedían ayuda.
Pero tan sólo era un joven descubriendo verdades,
¿y qué iba a hacer con tanta tristeza, con tanto ahogo interno?
Caminé un día y participé en cientos de vidas,
alguien se acordará que un día le contó todo a un joven con tan sólo mirarlo.
Un amanecer y otras tardes inactivas
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Con la joven artesana no sucedió nada interesante. Sólo la vi dos veces después de aquella tarde; una vez en la peatonal y otra vez en un bar. Mi emoción se había esfumado, me había equivocado, ella no era para mí. En esos días posteriores a la expedición al bosque fuimos dos o tres veces a ver el amanecer en la playa. Hacía mucho tiempo que yo no veía un amanecer en una playa, y tampoco tenía recuerdos extraordinarios sobre ese hecho, pero el primer día que fuimos fue muy divertido por un lado y profundo y rejuvenecedor por el otro. Juan era un amigo de los chicos que había llegado a la casa para pasar unos días. Ese día fuimos Juan, Pedro y yo a la playa muy temprano, alrededor de las cinco y media de la mañana. Nos llevamos el equipo de mate y unos cigarrillos, y además una excelente predisposición matinal; los tres rebozábamos de alegría. La risa de Juan impulsaba a la mía, y las dos risas despertaban la risotada de Pedro. El sol salió y se elevaba lentamente. Algunas aves volaban despreocupadas, grupos de chicos y chicas contemplaban el amanecer. En un momento vi que había una chica cerca de nosotros. La llamé y vino trotando y diciendo: ¡Ésta es la mejor oferta de sus vidas…! Les cambio cuatro churros rellenos de dulce de leche por dos cigarrillos… Y nosotros, considerando la oferta, aceptamos. Juan le dio uno de sus apestosos cigarrillos negros, y Pedro, en una excelente maniobra, le dio a entender que le daría un Philip Morris pero le dio un cigarrillo muy feo y barato de un paquete que había comprado Manuel para ahorrar dinero. Al instante escuchamos que una de las amigas de la chica que vino trotando exclamaba: ¡¿Qué es esto?! ¡Qué asco…!, refiriéndose a ese cigarrillo. Nos reíamos a carcajadas y de paso disfrutábamos los churros calentitos y rellenos de dulce de leche. Había sido un excelente negocio.
Después las cuatro chicas se acercaron y conversamos un rato, pero al ver que nosotros nos reíamos todo el tiempo por cualquier minúsculo motivo, decidieron irse, cosa que también nos causó gracia.
Los días transcurrían normalmente. Yo ya no iba a la playa por la tarde, sino que me quedaba a leer, a pensar y eventualmente a escribir. Sabía que en pocos días tendría que volver a mi casa y tendría que inventar algo para hacer, para generar dinero y poder sobrevivir. Estas preocupaciones no las tenían los chicos, ya que eran menores que yo y ese año era obligada su asistencia al colegio secundario, por lo que no tendrían que preocuparse del dinero y otros asuntos similares. De esas tardes, un tanto aburridas y monótonas, además de recuerdos guardo escritos.
Martes 9 de enero
Lo común
Escribiré fruslerías sobre lo común.
No es común escribir sobre lo común,
es común escribir idioteces,
y es difícil escapar de lo común;
al respecto pienso y dudo ¿me estaré transformando en algo común?
Me desespero ante la temible idea.
No es común encontrar a alguien no común por la calle,
es común estar rodeado de comunes.
Los comunes acechan, no hay duda.
Ahora, si me preguntasen a mí las características de los no comunes, tendría que esforzarme en esbozar una idea sobre el ser no común. Yo sólo sé que los conocí y que ellos me enseñaron sus rasgos particulares sin que yo les dijera nada, entonces eso es lo que deseo, que el ser no común al que espero sepa demostrármelo espontáneamente deslumbrándome con gestos particulares que vayan más allá de las comunes percepciones de los hombres comunes.
No es común escribir sobre lo común,
es común escribir idioteces,
y es difícil escapar de lo común;
al respecto pienso y dudo ¿me estaré transformando en algo común?
Me desespero ante la temible idea.
No es común encontrar a alguien no común por la calle,
es común estar rodeado de comunes.
Los comunes acechan, no hay duda.
Ahora, si me preguntasen a mí las características de los no comunes, tendría que esforzarme en esbozar una idea sobre el ser no común. Yo sólo sé que los conocí y que ellos me enseñaron sus rasgos particulares sin que yo les dijera nada, entonces eso es lo que deseo, que el ser no común al que espero sepa demostrármelo espontáneamente deslumbrándome con gestos particulares que vayan más allá de las comunes percepciones de los hombres comunes.
Jueves 11 de enero
Doy vuelta la carpeta en donde guardo los manuscritos porque le he hecho unos dibujos extraños en la tapa y me distraen. La mesa está sucia, desordenada y repleta de restos de comida. Los chicos se fueron a la playa y yo decidí quedarme a leer un poco, a pensar, a decidir. Y quizás sea muy aburrido esto de quedarme a pensar. ¿Qué tiene que pensar?, se preguntarán los chicos. A decir verdad, quizás sea una verdadera idiotez esto de andar pensando en todo en todo momento, pero si uno ha nacido así no tiene la posibilidad de elegir entre el pensar y el no pensar. Quizás me guste estar solo simplemente, no puedo estar todo el tiempo acompañado, necesito mi momento de soledad; pero ¿de qué iba a hablar? Ya no lo recuerdo.
15 de enero
Después de todo estoy entero, ¿qué más?
Con esas palabras me río del pasado y camino hacia un futuro incierto.
Sí, tan sólo por un instante puedo reírme a carcajadas de mi alocado pasado.
Después de todo tengo cientos de papeles escritos y cientos de fotografías, ¿qué más?
Después de todo tengo cientos de heridas cicatrizadas y aún me río, ¿qué más?
Después de todo casi me pierdo, pero vi el camino y sorprendido y riéndome volví a él.
Después de todo todavía pueden hallarme paseando por la calle fumando y observando todo minuciosamente.
Después de todo pueden invitarme a tomar un café y con gusto les contaría los momentos en que casi me voy para no volver.
Después de todo puedo volver todas las noches a la cama como el más inocente niño.
***
[Estos cuatro capítulos pertenecen a la novela corta titulada Aquella percepción, aquel amanecer (2000 - 2001) , de Esteban Costa]