jueves, 14 de junio de 2007

Fragmentos en prosa inéditos del libro titulado "La Gloria en el Ocaso", de Esteban Costa, el corresponsal colgado...

Domingo 4 de diciembre de 2005
Yo quiero abrazar mi causa, pero ella no quiere abrazarme a mí. Mi tragedia y mi enredo quizás se resuman en que sólo puedo contar lo que siempre conté. Más allá de todo eso, no hay nada para mí. Pero antes lo hacía convencido, sin temor ni vergüenza ni especulaciones ilusorias sobre el futuro de mi obra y los posibles lectores. Debo escapar de todo esto y lo haré, pero antes creo que me hundiré un poco más en el fango y en el lodo de este curioso lodazal… Es decir, volveré a ser fiel a mi destino y contaré lo que vi y viví y cómo lo vi y cómo lo viví. Si me callo muero, y si hablo, me matarán… De cualquier modo moriré; muerto en vida o asesinado. Me asesinarán de diversos modos, de varias maneras. Y todo eso porque han subestimado el poder y la influencia de este curioso arte de escribir palabras en un cuaderno. Se enojarán porque les robé su identidad. Los retraté como yo los vi vivos y caminando y hablando. Fui como un furtivo fotógrafo. Les saqué fotografías sin que ellos lo advirtieran, y por eso se enojarán. ¿Quién es usted para robarme mi ser, mi identidad? Disculpen, sólo eso podía hacer, sólo esto puedo hacer, y si no lo hago me muero de aburrimiento. Y ya basta, si después me cuelgan simbólicamente en una cruz, será por mi pecado idiota de decir siempre la verdad. Y por otro lado, amigos, por más que luego se enojen, yo aquí les daré vida, una vida que ustedes desconocen. Y por otro lado aún más lejos, tengo una obligación, la obligación de terminar un libro, y no me gusta para nada que las cosas queden a medio hacer. Lo siento. Iré volviendo de a poco, como siempre.

Sábado 10 de diciembre

Suelta tu canto sin fijarte
en los demás cantos,
porque cada canto tiene su público.

Domingo 11 de diciembre

La danza debe seguir hasta en la agonía, y por eso los cobardes no obtienen la gloria. Y machacado el muchacho siguió danzando. La ficción de su realidad lo había atrapado. ¡Qué fuerte que era la película que había inventado! Estaba transitando el final de esa película. El personaje mutaba; todos mutaban para prepararse para la nueva película, pues así era siempre; cuando terminaba una película, comenzaban el rodaje de otra nueva. ¡Pero qué triste melancolía! El director de la obra miraba las fotografías del rodaje, la inigualable heroína, algunos personajes, unos primarios y otros secundarios, pero todos igualmente importantes en la obra.
Miércoles 15 de febrero de 2006
(En la madrugada)
El viejo García
Una idea polémica que escuché decir el otro día en un extraño documental. El tipo, barbudo y fumador, de barba gris reseca y panza dura e inflada, tapada por una camisa a cuadros, dice algo así, todo con voz ronca: El adicto a la nicotina es tremendo. Lo digo con conocimiento de causa y humo… –y tira una bocanada de humo y se ríe como un viejo pícaro—. El tipo puede ser artista, o lo que ustedes quieran, pero si le quitan los cigarrillos, su droga, está liquidado. Es casi una contradicción o una paradoja, pero es así, créame, yo lo he visto. He conocido a un escritor un poco mediocre de un barrio de los suburbios, o de la zona suburbana, vio, pero era escritor, es cierto, había escrito cientos de poemas el viejo García; pues así se apellidaba. Pero no era Rogelio García Lupo, eh… –y se ríe de vuelta—. Era un tipo bueno, normal, de clase media baja, y casi siempre estaba encerrado en su casa vieja del barrio. Era viudo el pobre García. Y ya estaba calvo y gordo, y encima era petiso, y además el poco pelo que le quedaba era de color blanco, bien blanco, y tenía ojos bien celestes, quizás ése fuera el encanto de García, porque su difunta mujer, la señora Elsa, era realmente hermosa. No era sensual Elsa, pero si uno era un buen observador, podía darse cuenta que debajo de esos insulsos vestidos de vieja que se ponía había curvas armoniosas, y un buen culo también… ¡Y qué le vamos a hacer! Pobre García. Ojo, yo nunca intenté nada con Elsa, ya que era casi inmaculada para García. Pero ella siempre me miraba de un modo especial, quizás me quería porque sabía innatamente que yo quería de veras al viejo García. Y en el barrio casi nadie hablaba con él. Y creo que yo fui el único del barrio a quien García le leyó sus poemas. A él le gustaba el mate, y a mí también, claro. Así que la yerba, la yerba mate, nos unió. A mí siempre me gustó leer el diario, las revistas, quizás algún libro si encontraba alguno por ahí, pero desde el día en que conocí a García descubrí otro mundo, otra realidad que yo jamás creí que algo así podía existir en medio de ese barrio tan normal y común. Ahí comencé a leer, y empecé, también, a comprender a García más ampliamente y con mayor conocimiento de causa. El viejo había sido impresor, pero yo lo conocí cuando ya estaba jubilado, de modo que ya no trabajaba. En síntesis, esto se hace muy pero muy largo. Los médicos le habían dicho terminantemente que debía dejar de fumar, y eso lo mató, no literalmente, claro está, porque siguió viviendo, pero lo mató espiritual y emocionalmente. El viejo García no podía concebir la idea de leer o escribir poemas sin fumar cigarrillos, no podía, por más que lo intentara una y otra vez. ¿Y qué hizo? Dejó de fumar, pero también dejó de leer y escribir. Ahí fue cuando comenzó el exilio de su propia casa instalándose para siempre en la puerta junto a la vereda. Se sentaba en una banqueta común y corriente, de color oscuro, no lo recuerdo bien. Quizás fuera azul o verde oscuro. Apoyaba su espalda en la blanca pared de la puerta de la casa, y ahí se quedaba horas y horas y horas. No hablaba con nadie, salvo conmigo, de manera que casi nadie en el barrio sabía la verdadera historia del viejo García. Si a usted, que está grabando mis palabras, se le ocurre publicar esto en algún lado, aunque no creo que le interese a nadie, bueno, los lectores se enterarán, al fin, quién era García. Yo quise rescatarlo de aquel estado, pero él se había convertido en una especie de enfermo autista, sin mover la cabeza como un autómata ni nada de eso, pero era un autista a su manera. Era viudo y no podía fumar, y si no podía fumar, no podía leer ni escribir; era una verdadera tragedia. García murió, finalmente, unos dos años después, a los setenta y tres años. Pero murió porque volvió a fumar cigarrillos y le explotaron, prácticamente, los pulmones. Yo me siento, aún hoy, un poco culpable de su muerte, pero por otro lado me siento muy feliz por lo que hice en aquel momento de desgracia en la vida de García. Claro, un día me cansé y le dije: García, déjese de joder, ¡pero por favor…! No lo puedo ver así como si fuera un muerto en vida. Prefiero verlo vivir auténticamente y que después se muera como es debido. Por favor. Ya basta, ¿cuánto tiempo piensa estar aquí sentado viendo el transcurrir insípido de este barrio? Por favor, léame algo, vayamos adentro, al patio, pongamos la pava a calentar y tomemos unos mates bien ricos y bien calentitos… ¿Se acuerda del invierno pasado? Usted me leía poemas de Amado Nervo. Fume, por favor, fume. Yo le convido, mire qué cigarrillos estos, son Camel, los que a usted le gustaban, ¿se acuerda del aroma, del olor, de la nicotina calmando sus ansiedades y a la vez excitándolo? ¿Se acuerda? Fume, lea, escriba. ¿No piensa escribir más? ¿No va a limpiar más su biblioteca? ¿No la iba a donar al barrio para que los pibes leyeran algo en sus desdichadas vidas? Vamos, García, qué le pasa. Fume, y si tiene que morirse, pues muérase. Quizás encuentra a Elsa allá arriba. Quizás lo esté esperando con esos lindos vestidos de tela veraniegos que ella usaba, ¿se acuerda? Vaya adentro, hombre, agarre una lapicera y escriba el mejor poema dedicado a Elsa. Esta salud que usted cree tener ahora no es salud, los médicos le mienten. Fume, agarre uno… El hombre barbudo extendió su mano con el paquete de veinte cigarrillos con la pequeña tapa abierta. García lo miró desde su banqueta muy extrañamente. Sus ojos celestes derramaban y emanaban melancolía. Una meditativa tristeza se apoderó de él. Levantó su mano derecha y tomó un cigarrillo del paquete. Lo encendió con la punta del cigarrillo encendido del hombre barbudo. Bien –dijo García— vayamos para dentro. Desde ese día no paró de fumar hasta su muerte. En las primeras semanas de la nueva etapa de vida que había escogido comenzó a limpiar su inmensa biblioteca, una biblioteca compuesta por dos mil ochocientos cuarenta y cuatro títulos. El inventario detallado de los libros de su biblioteca era una de las más fuertes obsesiones de García. Tardaba semanas y semanas en limpiar todos los ejemplares; uno por uno. García decía que era una lucha y una batalla despiadada contra el maldito polvo. El polvo hay que echarlo afuera todos los días –decía—. También era un poco sabio el viejo García, pero es verdad que a nadie le interesaba su supuesta sabiduría. Y entre los cuadros con las fotografías en blanco y negro de Elsa en su juventud, el viejo limpiaba con paciencia y maestría. Entre mates y tangos de Astor Piazzolla el viejo desempeñaba perfectamente su papel. Yo, el hombre barbudo, he ido a visitarlo muy seguido en sus últimos meses de vida. Le llevaba paquetes de cigarrillos y paquetes de yerba Rosamonte, la que le gustaba a García y a mí también. Al final, el viejo había ordenado todo; la biblioteca, que ocupaba varios muebles repletos de libros, relucía, era una perfección casi total, un orden sublime y casi sagrado, con olor a viejo y a historia. Murió solo; le agarró un colapso y no pudo respirar más. Pero antes de todo eso dejó impresa una colección con ochenta poemas suyos. La dedicatoria, oportuna, decía: A Elsa, que pronto volveré a ver.

[Todos estos fragmentos en prosa pertenecen a la quinta y sexta parte de mi décimo libro titulado La Gloria en el Ocaso. El libro secreto y una cruzada contra el tiempo. 2005 - 2006]

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