¡Habla francamente! ¡Habla sin afeites, ni arrequives! ¡Habla para ser comprendido! ¡Comprendido, no por un grupo de delicados, sino por los millares, por los más simples, por los más humildes! ¡Y no temas jamás ser demasiado comprendido! ¡Habla sin sombras y sin velos, de una manera clara y firme, y de ser necesario, machacona, pesada! ¡Qué importa, si con ello estás más fuertemente sujeto al suelo! ¡Y si, para clavar mejor tu pensamiento, es útil que repitas las mismas palabras, repite, golpea, no busques otras palabras! ¡Que ni una palabra se pierda! ¡Que tu verbo sea acción!
Romain Rolland
Jueves 29 de septiembre de 2005
(Por la noche)
¡Personaje! Loco personaje. Pienso; Walter Scott no era Walter Scott cuando estaba solo y era pobre. Hoy leemos su historia y nos parece fabulosa, aún con su pobreza encima y su aguda soledad constante. Leemos sus palabras y nos parecen maravillosas, pero a él no le parecerían tanto cuando las escribió solo y pobre. Los vemos –a todos esos ilustres difuntos— envueltos en gloria sólo porque muchos años han pasado. Pero nadie se imagina la locura interior de un cerebro creador. Cuando la madre ve la televisión, el muchacho creador trama las relaciones inauditas entre todos y cada uno de los libros que ha escrito. ¿Cómo va a interesarle un estúpido programa de televisión? Y pasé de Walter Scott a la televisión… Y sí, ¿qué más da? Yo no soy Walter Scott. Gracias a Dios si es que poseo, por lo menos, un poco de inteligencia y los sentidos despiertos. Aquí abajo, en el subdesarrollo, en la modernidad, en la actualidad, todo es realmente complicado, y hasta cierto punto, desastroso. Y miro las miradas de los retratos de Honorato de Balzac y de Pío Baroja. Este último me mira desafiante; me dice: ¿Qué sos, cobarde? ¿Sos incapaz de seguir una tradición? ¿Vas a abandonar la batalla y te vas a unir al rebaño que toda nuestra tradición ha odiado de algún modo? Amigo, que su sangre no se enfríe. Que la tradición siga viva en usted. Ya sabemos que está abrumado por las adversidades, todos nosotros hemos sufrido las adversidades, pero vea, amigo fiel, cómo nos han sido útiles las adversidades. ¿Qué seríamos todos nosotros sin las adversidades? Baratos triunfadores de la burguesía que reposa siempre en la medianía. ¡Enemigos! Siempre serán nuestros enemigos. Existe un justificado rencor de clase. Aquel que estuvo abajo, si no es un traidor, no se regodeará tranquilo estando arriba. Procurará no estar arriba como lo están ellos. Quizás esté arriba, en cierto sentido, pero lo hará de un modo muy distinto que el burgués. Al burgués ya no le importan los otros. Construyó su nido y ahí se escondió sin mirar alrededor. Nosotros, aún si en algún tiempo estuvimos arriba, siempre abogamos por el ascenso de los de abajo. Míreme, amigo. Nosotros siempre estaremos aquí, aún cuando usted se muera. Lo sobreviviremos a usted y a sus hijos y a los hijos de sus hijos… Quizás no tanto, pero que viviremos más que usted, eso es seguro… Y así me hablaba Pío Baroja recién con su mirada. Honorato de Balzac, en cambio, no me dice nada… Es un gordo melancólico e inteligente, sensible y hasta visionario en cierto sentido. Eso me dice su mirada. Y pienso que Baroja tuvo más relaciones sexuales que Balzac –otro dato más del análisis visual—. ¡Ay! Qué pena que no sé todo lo que me gustaría saber. Me gustaría ser un erudito como los de antes, pero sin hacer todos los sacrificios que esa erudición requiere… Sí señores, la inteligencia ha decaído. O quizás sólo sea que la inteligencia de ahora sea distinta a la de antes. Funciona bien en otra dirección; en la dirección tecnológica. Pero en cuanto a la erudición libresca todo se fue derrumbando. Las bibliotecas se hicieron más pobres en sus contenidos. Los libros se imprimían por millares y pocos de ellos decían algo valioso. Sí, es como un cuento infantil, como decir: En aquella época todo estaba convulsionado, pocos entendían bien lo que sucedía, y a decir verdad, casi nadie entendía lo que sucedía en general. En esa tierra, en esa comarca, en ese pueblo, había una mezcla interesantísima de personas, pues todas ellas provenían de distintas razas, etnias, culturas y paisajes. Habían llegado en barcos a aquella tierra grande, fértil, vacía y despoblada. Los hombres se enamoraban de las mujeres y mantenían relaciones amorosas. Pronto comenzaron a nacer hijos y más hijos y más hijos, hasta que un día aquella tierra estaba llena de gente. Debido a la mezcla de razas, habían nacido mestizos de toda clase. Todos eran mestizos. Mezcla de una raza y otra. Y después transcurrieron como doscientos años. Y apareció un muchacho mestizo y petiso. La verdad es que estaba medio loco; esto lo decían y lo dicen, pero se ha corroborado en estudios psicológicos serios y confiables. Y el muchacho escribía libros. Muchos libros había escrito el muchacho, y más libros iba a escribir. Algunos dicen que lo hacía porque estaba aburrido, y como tenía afición a la lectura desde niño, bueno, se dedicó a leer, y luego, naturalmente, a escribir. Otros dicen que lo hacía porque era un vago y que le gustaba divagar y soñar despierto, y que esto era por cierta afición a cierta literatura china que engrandecía el ocio y la contemplación. Otros, insistían, decían que su gusto por el modo de vida oriental en cuanto a la tranquilidad y a la serenidad era un truco más para dedicarse a no hacer nada. Otros decían que era porque a veces fumaba marihuana y se colgaba demasiado en su pieza y que como lo único que tenía a su alcance eran libros, se dedicaba a leer, y luego, claro, a escribir. Y así circulaban las versiones en aquel barrio también repleto de hijos de inmigrantes. Eran los mestizos. Y otros, finalmente, esbozaban ideas más serias y más acabadas. Eran los que habían estudiado a fondo el caso –otros locos—, los que habían leído sus libros y habían analizado todas las indicaciones que él mismo había dejado confiando en la existencia futura de esos locos investigadores literarios; otra raza en peligro de extinción. Sabios que de tan sólo ver el lomo o la tapa de un libro podían adivinar en qué año había sido impreso, podían ordenar las bibliotecas de diversos modos y por diferentes motivos. Hasta podían ordenar a los autores según sus traumas psicológicos. Neuróticos por un lado, psicóticos por el otro, depresivos por aquí, ególatras y egocéntricos por allá, pervertidos sexuales aquí abajo en el otro estante, y así ad infinitum. También lo podían hacer por clases sociales. O por país de origen o, en fin, por géneros literarios. Bueno, dos locos de esa índole y estirpe, se habían dedicado un tiempo a estudiar la obra del muchacho, después de todo, era una historia interesante. En estos tiempos, en donde pocos de esos sabios aún vivían, siempre se alegraban cuando les presentaban un caso de estudio que parecía interesante. Sabían que iban a poder husmear completamente en la intimidad de otro ser. Tenían a su disposición todo el material requerido; cartas, fotografías, revistas, dibujos, ropa del difunto, objetos personales, diarios íntimos, libros publicados, ediciones extranjeras y en diversas lenguas extrañas, la biblioteca personal, catálogos hechos por el autor haciendo inventario de sus libros y publicaciones, etcétera. Por lo tanto, siendo amantes innatos de todo esto, los dos locos y sabios investigadores literarios fueron a enfrentarse al caso del mestizo petiso de aquel común barrio de mestizos. ¿Y qué se encontraron? ¡Uf! Un montón de cosas. Pero ahora yo no me voy a poner a contarles todo lo que encontraron. Creo que aún hoy pueden encontrarse los libros del mestizo petiso. Y también el libro que fue el resultado de la investigación de los dos sabios en extinción. El extraño caso del mestizo petiso se llamó el libro. En la portada publicaron una foto inédita del muchacho; y sí, era petiso. El libro relata la llegada a la casa del muchacho, una humilde casita de dos pisos. Desde afuera observaron los dos investigadores hacia la habitación que fuera el refugio del muchacho en tiempos de crisis, y también su estudio de trabajo literario, aunque los detractores continuaban insistiendo en que era un vago. El día de la llegada fue un día de lluvia, y en el barrio no había nadie. Los atendió un viejo sereno que cuidaba el hogar por encargo de vaya uno a saber quién, pero lo importante es que cuidaba la casa y mantenía el orden en la pieza que antaño fuera del muchacho. Ellos casi sabían con exactitud qué era lo que iban a encontrar, pues lo habían leído en las palabras autobiográficas del joven. Si no mentía, si no engañaba a sus lectores, entonces todo lo que él contaba tenía que estar ahí tal cual él lo había dicho en sus escritos. Los investigadores eran fanáticos de los cuentos del escritor estadounidense Edgar Allan Poe, y en esto sí se diferenciaban los investigadores del muchacho. Los gustos literarios no tenían casi nada que ver, aunque los investigadores respetaban y entendían y comprendían los gustos artísticos e intelectuales del joven petiso –y mestizo—. Entonces los investigadores tenían miedo, el viejo les parecía un poco extraño, y recordaron entonces un relato en donde el joven decía que el fantasma de su difunto padre vagaba libremente por las noches en la casa, y que de tanto en tanto, prendía y apagaba las luces. Y ya cuando subieron a la habitación del joven, todo terminó por volverse realmente fantástico. ¿Qué vieron? ¿Qué olieron? Olieron olor a marihuana –los investigadores también fumaban— y vieron las luces encendidas y a un joven sentado enfrente de su escritorio. Los dos tipos flacos y altos, con largos sobretodos azules o negros, se quedaron ahí mirándolo, y cuando el joven volteó la vista, vio dos cuerpos flacos con dos caras sumamente extrañas; una era la cara del gordo Honorato de Balzac, y la otra la de Pío Baroja, el escritor español y vago de profesión. Pero el joven pensó que eso ya era producto del cansancio. No vio más nada. Ni investigadores, ni gordos escritores, ni vagos escritores. Respiró cansado, afuera había lluvia y dos tipos flacos pasaron caminando en dirección a la esquina; vestían sobretodos. Scott había quedado tapado por otras cosas, otros libros, otras páginas. El cenicero tenía varias colillas apagadas de cigarrillos suaves. Filtros marrones aplastados. Pobre el mestizo petiso de la leyenda. Era un triste loco solitario como todos los representantes de la vieja y cómica tradición.
(Por la noche)
¡Personaje! Loco personaje. Pienso; Walter Scott no era Walter Scott cuando estaba solo y era pobre. Hoy leemos su historia y nos parece fabulosa, aún con su pobreza encima y su aguda soledad constante. Leemos sus palabras y nos parecen maravillosas, pero a él no le parecerían tanto cuando las escribió solo y pobre. Los vemos –a todos esos ilustres difuntos— envueltos en gloria sólo porque muchos años han pasado. Pero nadie se imagina la locura interior de un cerebro creador. Cuando la madre ve la televisión, el muchacho creador trama las relaciones inauditas entre todos y cada uno de los libros que ha escrito. ¿Cómo va a interesarle un estúpido programa de televisión? Y pasé de Walter Scott a la televisión… Y sí, ¿qué más da? Yo no soy Walter Scott. Gracias a Dios si es que poseo, por lo menos, un poco de inteligencia y los sentidos despiertos. Aquí abajo, en el subdesarrollo, en la modernidad, en la actualidad, todo es realmente complicado, y hasta cierto punto, desastroso. Y miro las miradas de los retratos de Honorato de Balzac y de Pío Baroja. Este último me mira desafiante; me dice: ¿Qué sos, cobarde? ¿Sos incapaz de seguir una tradición? ¿Vas a abandonar la batalla y te vas a unir al rebaño que toda nuestra tradición ha odiado de algún modo? Amigo, que su sangre no se enfríe. Que la tradición siga viva en usted. Ya sabemos que está abrumado por las adversidades, todos nosotros hemos sufrido las adversidades, pero vea, amigo fiel, cómo nos han sido útiles las adversidades. ¿Qué seríamos todos nosotros sin las adversidades? Baratos triunfadores de la burguesía que reposa siempre en la medianía. ¡Enemigos! Siempre serán nuestros enemigos. Existe un justificado rencor de clase. Aquel que estuvo abajo, si no es un traidor, no se regodeará tranquilo estando arriba. Procurará no estar arriba como lo están ellos. Quizás esté arriba, en cierto sentido, pero lo hará de un modo muy distinto que el burgués. Al burgués ya no le importan los otros. Construyó su nido y ahí se escondió sin mirar alrededor. Nosotros, aún si en algún tiempo estuvimos arriba, siempre abogamos por el ascenso de los de abajo. Míreme, amigo. Nosotros siempre estaremos aquí, aún cuando usted se muera. Lo sobreviviremos a usted y a sus hijos y a los hijos de sus hijos… Quizás no tanto, pero que viviremos más que usted, eso es seguro… Y así me hablaba Pío Baroja recién con su mirada. Honorato de Balzac, en cambio, no me dice nada… Es un gordo melancólico e inteligente, sensible y hasta visionario en cierto sentido. Eso me dice su mirada. Y pienso que Baroja tuvo más relaciones sexuales que Balzac –otro dato más del análisis visual—. ¡Ay! Qué pena que no sé todo lo que me gustaría saber. Me gustaría ser un erudito como los de antes, pero sin hacer todos los sacrificios que esa erudición requiere… Sí señores, la inteligencia ha decaído. O quizás sólo sea que la inteligencia de ahora sea distinta a la de antes. Funciona bien en otra dirección; en la dirección tecnológica. Pero en cuanto a la erudición libresca todo se fue derrumbando. Las bibliotecas se hicieron más pobres en sus contenidos. Los libros se imprimían por millares y pocos de ellos decían algo valioso. Sí, es como un cuento infantil, como decir: En aquella época todo estaba convulsionado, pocos entendían bien lo que sucedía, y a decir verdad, casi nadie entendía lo que sucedía en general. En esa tierra, en esa comarca, en ese pueblo, había una mezcla interesantísima de personas, pues todas ellas provenían de distintas razas, etnias, culturas y paisajes. Habían llegado en barcos a aquella tierra grande, fértil, vacía y despoblada. Los hombres se enamoraban de las mujeres y mantenían relaciones amorosas. Pronto comenzaron a nacer hijos y más hijos y más hijos, hasta que un día aquella tierra estaba llena de gente. Debido a la mezcla de razas, habían nacido mestizos de toda clase. Todos eran mestizos. Mezcla de una raza y otra. Y después transcurrieron como doscientos años. Y apareció un muchacho mestizo y petiso. La verdad es que estaba medio loco; esto lo decían y lo dicen, pero se ha corroborado en estudios psicológicos serios y confiables. Y el muchacho escribía libros. Muchos libros había escrito el muchacho, y más libros iba a escribir. Algunos dicen que lo hacía porque estaba aburrido, y como tenía afición a la lectura desde niño, bueno, se dedicó a leer, y luego, naturalmente, a escribir. Otros dicen que lo hacía porque era un vago y que le gustaba divagar y soñar despierto, y que esto era por cierta afición a cierta literatura china que engrandecía el ocio y la contemplación. Otros, insistían, decían que su gusto por el modo de vida oriental en cuanto a la tranquilidad y a la serenidad era un truco más para dedicarse a no hacer nada. Otros decían que era porque a veces fumaba marihuana y se colgaba demasiado en su pieza y que como lo único que tenía a su alcance eran libros, se dedicaba a leer, y luego, claro, a escribir. Y así circulaban las versiones en aquel barrio también repleto de hijos de inmigrantes. Eran los mestizos. Y otros, finalmente, esbozaban ideas más serias y más acabadas. Eran los que habían estudiado a fondo el caso –otros locos—, los que habían leído sus libros y habían analizado todas las indicaciones que él mismo había dejado confiando en la existencia futura de esos locos investigadores literarios; otra raza en peligro de extinción. Sabios que de tan sólo ver el lomo o la tapa de un libro podían adivinar en qué año había sido impreso, podían ordenar las bibliotecas de diversos modos y por diferentes motivos. Hasta podían ordenar a los autores según sus traumas psicológicos. Neuróticos por un lado, psicóticos por el otro, depresivos por aquí, ególatras y egocéntricos por allá, pervertidos sexuales aquí abajo en el otro estante, y así ad infinitum. También lo podían hacer por clases sociales. O por país de origen o, en fin, por géneros literarios. Bueno, dos locos de esa índole y estirpe, se habían dedicado un tiempo a estudiar la obra del muchacho, después de todo, era una historia interesante. En estos tiempos, en donde pocos de esos sabios aún vivían, siempre se alegraban cuando les presentaban un caso de estudio que parecía interesante. Sabían que iban a poder husmear completamente en la intimidad de otro ser. Tenían a su disposición todo el material requerido; cartas, fotografías, revistas, dibujos, ropa del difunto, objetos personales, diarios íntimos, libros publicados, ediciones extranjeras y en diversas lenguas extrañas, la biblioteca personal, catálogos hechos por el autor haciendo inventario de sus libros y publicaciones, etcétera. Por lo tanto, siendo amantes innatos de todo esto, los dos locos y sabios investigadores literarios fueron a enfrentarse al caso del mestizo petiso de aquel común barrio de mestizos. ¿Y qué se encontraron? ¡Uf! Un montón de cosas. Pero ahora yo no me voy a poner a contarles todo lo que encontraron. Creo que aún hoy pueden encontrarse los libros del mestizo petiso. Y también el libro que fue el resultado de la investigación de los dos sabios en extinción. El extraño caso del mestizo petiso se llamó el libro. En la portada publicaron una foto inédita del muchacho; y sí, era petiso. El libro relata la llegada a la casa del muchacho, una humilde casita de dos pisos. Desde afuera observaron los dos investigadores hacia la habitación que fuera el refugio del muchacho en tiempos de crisis, y también su estudio de trabajo literario, aunque los detractores continuaban insistiendo en que era un vago. El día de la llegada fue un día de lluvia, y en el barrio no había nadie. Los atendió un viejo sereno que cuidaba el hogar por encargo de vaya uno a saber quién, pero lo importante es que cuidaba la casa y mantenía el orden en la pieza que antaño fuera del muchacho. Ellos casi sabían con exactitud qué era lo que iban a encontrar, pues lo habían leído en las palabras autobiográficas del joven. Si no mentía, si no engañaba a sus lectores, entonces todo lo que él contaba tenía que estar ahí tal cual él lo había dicho en sus escritos. Los investigadores eran fanáticos de los cuentos del escritor estadounidense Edgar Allan Poe, y en esto sí se diferenciaban los investigadores del muchacho. Los gustos literarios no tenían casi nada que ver, aunque los investigadores respetaban y entendían y comprendían los gustos artísticos e intelectuales del joven petiso –y mestizo—. Entonces los investigadores tenían miedo, el viejo les parecía un poco extraño, y recordaron entonces un relato en donde el joven decía que el fantasma de su difunto padre vagaba libremente por las noches en la casa, y que de tanto en tanto, prendía y apagaba las luces. Y ya cuando subieron a la habitación del joven, todo terminó por volverse realmente fantástico. ¿Qué vieron? ¿Qué olieron? Olieron olor a marihuana –los investigadores también fumaban— y vieron las luces encendidas y a un joven sentado enfrente de su escritorio. Los dos tipos flacos y altos, con largos sobretodos azules o negros, se quedaron ahí mirándolo, y cuando el joven volteó la vista, vio dos cuerpos flacos con dos caras sumamente extrañas; una era la cara del gordo Honorato de Balzac, y la otra la de Pío Baroja, el escritor español y vago de profesión. Pero el joven pensó que eso ya era producto del cansancio. No vio más nada. Ni investigadores, ni gordos escritores, ni vagos escritores. Respiró cansado, afuera había lluvia y dos tipos flacos pasaron caminando en dirección a la esquina; vestían sobretodos. Scott había quedado tapado por otras cosas, otros libros, otras páginas. El cenicero tenía varias colillas apagadas de cigarrillos suaves. Filtros marrones aplastados. Pobre el mestizo petiso de la leyenda. Era un triste loco solitario como todos los representantes de la vieja y cómica tradición.
[Este texto pertenece a la quinta parte de mi décimo libro, titulado La Gloria en el Ocaso. El libro secreto y una cruzada contra el tiempo. 2005 - 2006]
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