Miércoles 31 de enero de 2007
(Por la tarde)
Ahora comprendo con mayor claridad mi propia desazón pasada –y no tan lejos ni tan pasada—. Antes estaba contento con el hecho de ser un trabajador de pocas horas y un escritor en el tiempo libre. Creía de verdad y muy profundamente en todo lo que iba escribiendo y contando en mis libros. Era un camino, una trayectoria, un puente haciéndose siempre a sí mismo para llegar a otro lado. Creía que a otros podría llegar a interesarles todo lo que yo les contaba. No sé, creía en algo así como un destino juvenil grupal. Creía en el concepto de generación. Una generación, mi generación. Cambios, utopías y todas esas cosas. Ahora creo que son tan sólo unos pocos miembros de una generación los que enaltecen a toda esa generación a la cual pertenecen. Y todo esto visto con los ojos del futuro que miran al pasado que todavía no existe. De hecho, la posteridad ya no existe. La posteridad prometida es muy corta ahora. Es estúpido trabajar para una posteridad tan breve y tan corta. William Shakespeare sí podía pensar en una larga posteridad en la cual su obra sería leída y él continuaría vivo de algún modo, hablando eternamente en las hojas de los libros y atrás de los personajes. Pero ahora se sabe, casi con absoluta certeza, que la vida humana sobre el planeta Tierra será imposible dentro de no mucho tiempo; ¿cien años? ¿Doscientos años? ¿Quién sabe? Así que, la posteridad ya no es tan prometedora, y la lectura contemporánea de una obra que recién ha sido engendrada nunca puede ser tan conmovedora como la lectura que hace la posteridad de las obras buenas del pasado. Los escritores del presente no gozarán con esa promesa, la promesa de la lectura de su obra en la posteridad. Habrá que escribir como se estuviéramos en un pasado remoto, y entonces la gente del presente se convierte en la posteridad que lee esa obra. Hagan lo que quieran.
(Por la tarde)
Ahora comprendo con mayor claridad mi propia desazón pasada –y no tan lejos ni tan pasada—. Antes estaba contento con el hecho de ser un trabajador de pocas horas y un escritor en el tiempo libre. Creía de verdad y muy profundamente en todo lo que iba escribiendo y contando en mis libros. Era un camino, una trayectoria, un puente haciéndose siempre a sí mismo para llegar a otro lado. Creía que a otros podría llegar a interesarles todo lo que yo les contaba. No sé, creía en algo así como un destino juvenil grupal. Creía en el concepto de generación. Una generación, mi generación. Cambios, utopías y todas esas cosas. Ahora creo que son tan sólo unos pocos miembros de una generación los que enaltecen a toda esa generación a la cual pertenecen. Y todo esto visto con los ojos del futuro que miran al pasado que todavía no existe. De hecho, la posteridad ya no existe. La posteridad prometida es muy corta ahora. Es estúpido trabajar para una posteridad tan breve y tan corta. William Shakespeare sí podía pensar en una larga posteridad en la cual su obra sería leída y él continuaría vivo de algún modo, hablando eternamente en las hojas de los libros y atrás de los personajes. Pero ahora se sabe, casi con absoluta certeza, que la vida humana sobre el planeta Tierra será imposible dentro de no mucho tiempo; ¿cien años? ¿Doscientos años? ¿Quién sabe? Así que, la posteridad ya no es tan prometedora, y la lectura contemporánea de una obra que recién ha sido engendrada nunca puede ser tan conmovedora como la lectura que hace la posteridad de las obras buenas del pasado. Los escritores del presente no gozarán con esa promesa, la promesa de la lectura de su obra en la posteridad. Habrá que escribir como se estuviéramos en un pasado remoto, y entonces la gente del presente se convierte en la posteridad que lee esa obra. Hagan lo que quieran.
La búsqueda no debe cesar hasta haber hallado lo que se busca. Emanuel Klodi
Miércoles 7 de febrero
(Por la noche)
La literatura es el arte de hacer hablar al ego, y si el zen es tan zen, no debería haber ningún libro acerca del zen.
De dos frases surgió una, pero con el orden invertido; coloqué la segunda en el lugar original de la primera. Pero si arranca la máquina del ego, es peligroso porque se convierte en probable la posibilidad de quedar enredado en él. El ego es como la máscara del individuo. El portador de los traumas traumáticos o de las ilusiones más ilusorias… Los libros son escritos por egos, inclusive el ego de Eckhart Tolle cuando escribe sus propios libros. ¿Y qué, no se puede jugar por jugar? La función lúdica cortazariana… El niño grande, el niño grandote… Jugando con su juguete. Pero qué pronto se terminan a veces los juegos. Tomando mate y escuchando a Frank Sinatra… ¡Bah!, creo que es Frank Sinatra, estoy casi seguro. Y lo cómico es que todos duermen a estas horas, menos los grillos. Y yo quiero seguir bromeando cuando en realidad no tengo mucho para bromear, o sí… La contradicción andante, la duplicidad que persiste. Me dan más ganas de leer que de escribir. El sonido del piano me adormece. Escribo una oración cada tanto, y puede resultar ser un buen método.
¡Ah, insomnio…!; bendito y maligno insomnio… Emanuel Klodi
(Por la noche)
La literatura es el arte de hacer hablar al ego, y si el zen es tan zen, no debería haber ningún libro acerca del zen.
De dos frases surgió una, pero con el orden invertido; coloqué la segunda en el lugar original de la primera. Pero si arranca la máquina del ego, es peligroso porque se convierte en probable la posibilidad de quedar enredado en él. El ego es como la máscara del individuo. El portador de los traumas traumáticos o de las ilusiones más ilusorias… Los libros son escritos por egos, inclusive el ego de Eckhart Tolle cuando escribe sus propios libros. ¿Y qué, no se puede jugar por jugar? La función lúdica cortazariana… El niño grande, el niño grandote… Jugando con su juguete. Pero qué pronto se terminan a veces los juegos. Tomando mate y escuchando a Frank Sinatra… ¡Bah!, creo que es Frank Sinatra, estoy casi seguro. Y lo cómico es que todos duermen a estas horas, menos los grillos. Y yo quiero seguir bromeando cuando en realidad no tengo mucho para bromear, o sí… La contradicción andante, la duplicidad que persiste. Me dan más ganas de leer que de escribir. El sonido del piano me adormece. Escribo una oración cada tanto, y puede resultar ser un buen método.
¡Ah, insomnio…!; bendito y maligno insomnio… Emanuel Klodi
Martes 27 de marzo
(Por la tarde)
El lenguaje es el rostro del cerebro; la fisonomía del pensamiento. El lenguaje es la apariencia externa de nuestro ser interno. Laberintos de espacios blancos entre cien millones de palabras. El lenguaje escrito es como la radiografía del pensamiento, y si se pudiera radiografiar el pensamiento, habría hojas impresas con lenguaje articulado; obras de arte adornadas con acentos y signos de pregunta. El lenguaje es la adicción que me mantiene encerrado en los días de lluvia, además de la lluvia. La lluvia te predispone para encerrarte, para jugar con el lenguaje y para tener fantasías sexuales. Es muy común que uno se excite cuando está lloviendo. Es muy común que, cuando está lloviendo, uno intente jugar con el lenguaje, o que uno absorba el lenguaje a través de la lectura de un buen libro, esos que escasean hoy en día. Pero ni el mejor libro puede describir lo mejor de la vida. Por eso yo había dejado de escribir. Me limité a conformarme con lo ilimitado de la vida y el juego eterno de la interpretación de la vida. Uno puede estar toda la vida interpretando la vida. Pero lo más lindo es el hecho en sí, y no la interpretación. La interpretación del hecho es para cuando el hecho está ausente, y ya fue pasado y ya será futuro. En algún momento se dará el hecho interpretado. Y mientras afuera llueve, en la tarde gris y un poco fría, yo gozo de la calidez de mi ambiente, mientras elaboro lenguaje creativo y lo perfecciono cada vez más según mi propia capacidad.
(Por la tarde)
El lenguaje es el rostro del cerebro; la fisonomía del pensamiento. El lenguaje es la apariencia externa de nuestro ser interno. Laberintos de espacios blancos entre cien millones de palabras. El lenguaje escrito es como la radiografía del pensamiento, y si se pudiera radiografiar el pensamiento, habría hojas impresas con lenguaje articulado; obras de arte adornadas con acentos y signos de pregunta. El lenguaje es la adicción que me mantiene encerrado en los días de lluvia, además de la lluvia. La lluvia te predispone para encerrarte, para jugar con el lenguaje y para tener fantasías sexuales. Es muy común que uno se excite cuando está lloviendo. Es muy común que, cuando está lloviendo, uno intente jugar con el lenguaje, o que uno absorba el lenguaje a través de la lectura de un buen libro, esos que escasean hoy en día. Pero ni el mejor libro puede describir lo mejor de la vida. Por eso yo había dejado de escribir. Me limité a conformarme con lo ilimitado de la vida y el juego eterno de la interpretación de la vida. Uno puede estar toda la vida interpretando la vida. Pero lo más lindo es el hecho en sí, y no la interpretación. La interpretación del hecho es para cuando el hecho está ausente, y ya fue pasado y ya será futuro. En algún momento se dará el hecho interpretado. Y mientras afuera llueve, en la tarde gris y un poco fría, yo gozo de la calidez de mi ambiente, mientras elaboro lenguaje creativo y lo perfecciono cada vez más según mi propia capacidad.
Jueves 19 de abril
(En la madrugada)
A mí nadie me dijo que escribiera libros; me metí yo solo en problemas. Y hay un ideal que ya no tengo. ¿A quién se le ocurre ser escritor? Y a quien se le ocurre, no debería ocurrírsele; es una muy mala idea. No es muy entretenido ser escritor. Yo diría que es abrumador, un trabajo abrumador, una tarea inmensa, con diez mil cambios posibles. Los libros van sufriendo transformaciones en sus estructuras, hasta que en algún momento queda la forma definitiva de ese libro en particular. Pero para todo esto se necesitan años, muchos años, y el escritor también va transformándose, igual que sus propios libros. La transformación que el escritor experimente o padezca, determinará el curso de su obra futura, en el caso de que siga y continúe escribiendo. Como dije al principio; hay un ideal que ya no tengo. O hay un ideal que ya no puedo perseguir, o que creo que no tengo fuerzas para luchar por él, por ese ideal de vida y de ser. Me quedé dormido corrigiendo, mecánica y automáticamente, textos míos del pasado, de años anteriores. Vuelvo a ellos recurrentemente, y no porque tenga ganas de hacerlo, sino porque debo hacerlo, o porque yo me creo y me impongo ese deber. Es el deber obsesivo que surge de la necesidad de terminar y concluir algo que uno ya ha comenzado. No se puede dejar las cosas importantes a medio hacer, a mitad de camino, guardando la tarea pendiente en un cajón o en un armario. Gustav Meyrink decía que esas cosas envenenan todo, como el olor que se desprende de un cadáver. El cadáver es lo pendiente no resuelto, la historia inconclusa, sin final. Un final que se extravió en alguna parte y encaró rápidamente hacia otro sitio, como una línea veloz. Lo malo es no saber qué fue lo que realmente pasó con todas esas cosas que ya pasaron… El escritor es un experto en nada, al igual que muchos cientos de personas que tampoco son expertas en nada. A lo sumo, agrandando las cosas, el escritor puede llegar a ser algo similar a un supuesto experto del lenguaje, pero no más que eso. Entonces, ¿por qué a alguien podría ocurrírsele la idea de querer ser escritor? De chico yo pensaba que un escritor era alguien que escribía buenas historias de aventuras. Entonces me gustaba la imagen general que me hacía en la imaginación sobre los escritores. Yo lo resumía todo en la imagen del hombre aventurero que vivía y narraba sus aventuras o las de otros. Entonces era interesante pensar en ser alguien así; un aventurero que narraba aventuras, historias de aventuras. Después me di cuenta de que todo era más complicado y más aburrido. Y después conocí también, a través de las lecturas, a muchos escritores aburridos. Hasta llegar a la actualidad en donde ya casi no leo nada; ni a los aburridos ni a los divertidos –en realidad, hay muy pocos escritores divertidos—. Hasta me atrevo a decir que ya quedan muy pocos escritores pasionales, vitalistas y primitivos, en algún sentido. La pasión es lo que perdura. Lo pasional se mantiene intacto, ingresa a otra dimensión desde el momento en que es pasional. Me imagino, por ejemplo, que los diarios íntimos de Susan Sontag son pasionales. Hay un ser complejo y vasto transcribiendo con pasión aquello que va sucediéndole. O sea, tiene que haber, primeramente, autenticidad, y luego tiene que haber pasión –un ser auténtico es pasional—. Y después tiene que haber talento, también. Alguien que tuviera talento para elaborar lenguaje en cantidad, pero que careciera de pasión, tampoco podría llegar muy lejos. Yo soy un ser pasional, pero hay cosas que despiertan la pasión, y cuando esas cosas se ausentan, la pasión decrece o disminuye, por más que uno sea innatamente pasional por temperamento. El buen arte despierta las pasiones, como así también los seres pasionales despiertan pasiones en otros. Hoy en día hay escasez de buen arte. Las películas que hay en la cartelera de los cines, mayoritariamente, no son buenas. Uno no encuentra pasión en las películas que ve –yo no encuentro pasión en las películas que veo muy seguido en el cine—. Y ahora intentaré volver a la realidad –lo más fácil es irse de la realidad—. De en serio, che, qué costoso es volver a la realidad. Pero tengo que volver, tanto en la literatura como en el hecho de recobrar el protagonismo en las acciones diarias.
(En la madrugada)
A mí nadie me dijo que escribiera libros; me metí yo solo en problemas. Y hay un ideal que ya no tengo. ¿A quién se le ocurre ser escritor? Y a quien se le ocurre, no debería ocurrírsele; es una muy mala idea. No es muy entretenido ser escritor. Yo diría que es abrumador, un trabajo abrumador, una tarea inmensa, con diez mil cambios posibles. Los libros van sufriendo transformaciones en sus estructuras, hasta que en algún momento queda la forma definitiva de ese libro en particular. Pero para todo esto se necesitan años, muchos años, y el escritor también va transformándose, igual que sus propios libros. La transformación que el escritor experimente o padezca, determinará el curso de su obra futura, en el caso de que siga y continúe escribiendo. Como dije al principio; hay un ideal que ya no tengo. O hay un ideal que ya no puedo perseguir, o que creo que no tengo fuerzas para luchar por él, por ese ideal de vida y de ser. Me quedé dormido corrigiendo, mecánica y automáticamente, textos míos del pasado, de años anteriores. Vuelvo a ellos recurrentemente, y no porque tenga ganas de hacerlo, sino porque debo hacerlo, o porque yo me creo y me impongo ese deber. Es el deber obsesivo que surge de la necesidad de terminar y concluir algo que uno ya ha comenzado. No se puede dejar las cosas importantes a medio hacer, a mitad de camino, guardando la tarea pendiente en un cajón o en un armario. Gustav Meyrink decía que esas cosas envenenan todo, como el olor que se desprende de un cadáver. El cadáver es lo pendiente no resuelto, la historia inconclusa, sin final. Un final que se extravió en alguna parte y encaró rápidamente hacia otro sitio, como una línea veloz. Lo malo es no saber qué fue lo que realmente pasó con todas esas cosas que ya pasaron… El escritor es un experto en nada, al igual que muchos cientos de personas que tampoco son expertas en nada. A lo sumo, agrandando las cosas, el escritor puede llegar a ser algo similar a un supuesto experto del lenguaje, pero no más que eso. Entonces, ¿por qué a alguien podría ocurrírsele la idea de querer ser escritor? De chico yo pensaba que un escritor era alguien que escribía buenas historias de aventuras. Entonces me gustaba la imagen general que me hacía en la imaginación sobre los escritores. Yo lo resumía todo en la imagen del hombre aventurero que vivía y narraba sus aventuras o las de otros. Entonces era interesante pensar en ser alguien así; un aventurero que narraba aventuras, historias de aventuras. Después me di cuenta de que todo era más complicado y más aburrido. Y después conocí también, a través de las lecturas, a muchos escritores aburridos. Hasta llegar a la actualidad en donde ya casi no leo nada; ni a los aburridos ni a los divertidos –en realidad, hay muy pocos escritores divertidos—. Hasta me atrevo a decir que ya quedan muy pocos escritores pasionales, vitalistas y primitivos, en algún sentido. La pasión es lo que perdura. Lo pasional se mantiene intacto, ingresa a otra dimensión desde el momento en que es pasional. Me imagino, por ejemplo, que los diarios íntimos de Susan Sontag son pasionales. Hay un ser complejo y vasto transcribiendo con pasión aquello que va sucediéndole. O sea, tiene que haber, primeramente, autenticidad, y luego tiene que haber pasión –un ser auténtico es pasional—. Y después tiene que haber talento, también. Alguien que tuviera talento para elaborar lenguaje en cantidad, pero que careciera de pasión, tampoco podría llegar muy lejos. Yo soy un ser pasional, pero hay cosas que despiertan la pasión, y cuando esas cosas se ausentan, la pasión decrece o disminuye, por más que uno sea innatamente pasional por temperamento. El buen arte despierta las pasiones, como así también los seres pasionales despiertan pasiones en otros. Hoy en día hay escasez de buen arte. Las películas que hay en la cartelera de los cines, mayoritariamente, no son buenas. Uno no encuentra pasión en las películas que ve –yo no encuentro pasión en las películas que veo muy seguido en el cine—. Y ahora intentaré volver a la realidad –lo más fácil es irse de la realidad—. De en serio, che, qué costoso es volver a la realidad. Pero tengo que volver, tanto en la literatura como en el hecho de recobrar el protagonismo en las acciones diarias.
[Todos estos fragmentos en prosa pertenecen a la quinta y sexta parte de mi último libro -que todavía no terminé de escribir- titulado Los sucesos y los hechos. Una autobiografía en marcha. 2006 - 2007]