sábado, 30 de junio de 2007

Cuatro cartas a personalidades reconocidas o medianamente reconocidas del ambiente literario, periodístico y cultural local


NOTA INTRODUCTORIA:

Sábado 30 de junio de 2007
(Por la tarde)


Publico estas cuatro cartas o mensajes ya enviados en años pasados más como una curiosidad que como otra cosa. Hay que tener en cuenta que uno se va transformando conforme avanza el tiempo; las ideas y creencias pueden cambiar, y también las actitudes. La carta a Miguel Grinberg no fue respondida -y quizás con razón y fundamento, por mi insolencia, si se quiere-,
la de María Moreno, que se la entregué personalmente, tampoco fue respondida, y el mensaje dirigido a Juan Bedoian tampoco fue respondido. En cambio, con Beltrán Gambier intercambié unos cuantos mensajes o cartas por correo electrónico, pero para mala suerte mía, no he guardado nada de todo eso, salvo este primer mensaje. Él había aceptado que yo colaborara para Intramuros, pero me pedía un tema muy exclusivo, una investigación profunda sobre un escritor o artista argentino que hubiese vivido, también, mucho tiempo en España. Y yo le había ofrecido varios temas posibles, pero no le interesaron, así que no supe cubrir sus expectativas sobre esa personalidad que no pude encontrar. De todos modos, ha sido muy respetuoso el señor Gambier y todo ha terminado correctamente, sin sobresaltos verbales y escritos.
Presentar este tipo de material también es mostrar a alguien la trastienda de la vida de los escritores o periodistas -o lo que fuese- cuando se ponen a buscar a un editor, que suele ser una búsqueda incansable y casi interminable. También es mostrar la indiferencia con que suele encontrarse uno casi siempre. Los medianamente reconocidos ningunean a los nada conocidos. Y los nada conocidos tienen que intentar caerle bien a todo el mundo para que le publiquen algo en algún lado; así lo veo yo. Todos los escritores conocidos fueron, en algún momento, escritores desconocidos. Y alguien -editor, director de periódicos o revistas-, en algún momento, decidió publicar algo de su obra, por instinto, por intuición o por algo. Si los que tienen los medios y los recursos para publicar le cierran la puerta a todos los escritores o narradores nuevos, ¿qué camino puede haber para todos esos, o para todos nosotros? Quizás pueda ser el que muchos siguen en la actualidad; la Prensa Alternativa y la edición independiente; puede ser. Con estas cartas muestro mi propio camino, lo que me pasó y me pasa a mí. Y así, de ese modo, junto cartas sin respuestas... Y hoy, muy tranquilo, desde mi pieza, le hago conocer al que quiera conocer, lo que a mí me ha pasado, y además, creo, las cartas pueden tener cierto valor literario como para divertirnos un rato... Adieu.
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A Miguel Grinberg
Periodista, poeta, escritor, investigador, traductor y editor

(Por correo electrónico)
Fines del año 2001


Último mensaje de mi parte

Miguel: Te escribo esta carta desde mi habitación a las siete menos cuarto de la mañana de un día martes. Y no puedo dormirme porque ando con ganas de decirle a las personas allegadas a mí todo lo que verdaderamente siento. Acabo de descubrir más que nunca la hipocresía de la mentira, y yo en cierto sentido fui hipócrita con vos, pues no te dije la completa verdad que es la siguiente. Que te admiré como a pocos hombres es verdad, que leí tus revistas con placer es verdad, que leí uno de tus libros –La generación de la paz, si no me equivoco de título— con gusto, también es verdad, que me impulsaste a hacer muchas cosas también es verdad y que fuiste mi ejemplo también es verdad. Y hablo en pasado porque ya no lo eres, no actuaste según las ideas que proclamabas, podrías haberme dicho a los pocos días de haberte llegado mi material: Llegó, está muy lindo todo, aunque no lo sintieras, y yo habría quedado levemente satisfecho. En lo que te mentí fue en mis verdaderas intenciones. Yo quería que leyeras mis libros no únicamente para darme tu opinión, sino que pensé que te iban a gustar –por la similitud en nuestras ideas— y me podrías contactar con algún conocido tuyo para publicar algo mío en algún lugar; de todos modos creo que te lo di a entender, y creo que lo habrás entendido ya que sos un hombre inteligente. No quería simplemente tu opinión, ¿en qué modifica tu opinión el destino de mis obras? Y en el caso de que vos las criticaras negativamente, ¿vos creés que yo me detendría por ese motivo en la búsqueda de un editor? Pienso que intuís que no. Si no querés leerlas no las leas, además, lo hecho, hecho está. Te pido disculpas por no haberte dicho la completa verdad en mis intenciones, pero ahora ya te las esclarecí. Sólo eso pedía: Ya llegaron, está muy lindo todo. Y no podría haberte reprochado nada. Pero me parece que no actuaste según las ideas plasmadas en las editoriales de las Mutantia. Cuando a mí, como director de Trascender –revista mucho menos importante que Mutantia— me daban libros de poesía para leer –jóvenes poetas que me pedían mi opinión— yo leí sus libros siempre, y siempre les hice algún comentario, y siempre traté de ser lo más sincero posible en esos comentarios. ¡Y he leído libros densos y difíciles de terminar! Pero yo sentía que era mi obligación, porque desde la revista alentaba la participación, el contacto entre artistas y muchas cosas que vos conocés mejor que yo. Y entonces, ¿cómo no iba a leer esos libros que me daban? Fue siempre un elogio para mí ese gesto. No fueron muchos –cuatro o cinco— los libros recibidos, pero los he leído a todos y las cartas que me enviaban desde luego que las he respondido en mi DEBER. Esto es lo último que te escribo, y no te molesto más, ya que pareció molestarte mi gesto. Hacé lo que quieras.

Un gusto, Miguel Grinberg, pero perdiste la confianza de uno de tus más fieles seguidores y defensores, y uno de los que han promovido tu nombre como ejemplo en ámbitos artísticos, como los cafés literarios que yo mismo hacía. ¿Quién es Miguel Grinberg?, me preguntaban los jóvenes concurrentes, y yo les explicaba gustoso y les mostraba tu revista y les contaba lo importante que fuiste en la Contracultura en América del Sur, y muchas cosas más qué sé sobre tu vida. Pero parte de mi ilusión se ha desmoronado, espero que no caiga completamente. Te sigo admirando, Miguel, por lo que fuiste, dudo de que seas el mismo, sino hubieses actuado de otra manera. Si te ofendí en algún momento, te pido sinceras disculpas, jamás sería mi intención ésa, pero he decidido en mi vida no ser más hipócrita, y eso es decirles a todos todo lo que pienso sobre ellos.

Suerte en tu vida
Esteban Costa

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A María Moreno
Escritora, periodista y docente
(Carta manuscrita entregada personalmente)


Sábado 30 de agosto de 2003
(Por la tarde)
María Moreno:
Llegó el momento de que le escriba la carta o el mensaje que adjuntaré a los escritos que imprimiré y le llevaré personalmente al Centro Cultural Ricardo Rojas. Sé que mi nombre a usted no le será nada familiar, pero el suyo para mí, y desde hace unos cuantos días, sí que lo es. Soy amigo de Gustavo Arauco, y recién lo llamé por teléfono para corroborar su apellido y le comenté que le iba a llevar a usted unos escritos y me dijo: No creo que se acuerde. Y yo pienso que me lo dijo porque no le gusta nada la idea de que yo me acerque a usted con mis cosas. No sé bien por qué motivo no le gusta la idea, pero a mí sí que me gusta. Él trabajaba en el periódico Tiempo Argentino cuando usted también trabajaba ahí. Lo cierto y real e importante es que yo estaba, y aún estoy, escribiendo un libro. No es el primero que escribo, y todos tienen la particular característica de ser autobiográficos; no tengo tiempo ni paciencia ni talento para escribir otras cosas. Por lo tanto, Gustavo Arbuco es uno de los personajes de mi último libro, ya que él, como todas las personas que me rodean, está inmerso en mi vida y en mi historia. Ahora usted, aunque no me rodee, también está inmersa en mi historia. Usted y su libro, o su libro y usted. Me refiero a El affair Skeffington. Cómo llegó ese libro a mis manos y porqué lo cuento en el fragmento número cincuenta y nueve de la sexta parte de mi último libro titulado La Mística del Destino. Ese fragmento y otros más usted los podrá leer en las hojas impresas que le llevaré seguramente el lunes por la noche, y seguramente también dentro de un sobre de papel madera. ¿Qué me propongo llevándole a usted este material? No lo sé específicamente, pero puedo esbozar varios motivos. De algo estoy seguro, y es que se lo llevo a usted porque mediante la lectura de su libro puedo aprehender aproximadamente ciertos rasgos de su personalidad, y esos rasgos que percibo, que aprehendo, me dicen que SÍ, que se lo lleve. Leí por ahí, buscando información sobre usted, que le interesan las historias de vidas y las minorías. Y aunque no recuerde exactamente donde lo leí, es evidente que le interesan esas cosas. El libro, y siempre me refiero a El affair…, abunda de historias de vidas reales o ficticias; no importa, y también se refiere a una minoría. Siempre los intelectuales y los verdaderos artistas serán una minoría, y siempre los jóvenes pensantes y despiertos también serán una minoría. Y pienso que también las mujeres interesantes, es decir, las mujeres con ideas propias, con carácter, con temperamento, con inteligencia y conocimiento también serán siempre una minoría, y espero que no se enoje ni se irrite ni se exaspere por mi comentario. A mí también me interesan esos temas, y me interesa el Underground o lo subterráneo, y pienso que a usted también. Estas semejanzas o similitudes de intereses pueden ser uno de los motivos por los cuales me acerco a usted y no a otra persona. Seguramente tenga amplitud de miras, y por ese motivo quizás pueda valorar mi escritura y ver y encontrar algo allí, en el meollo de lo que digo con mi escritura. En los círculos oficiales no parece abundar la amplitud de miras, y para entender lo que digo en mis escritos se requiere de esa cualidad. Usted debe saber mejor que yo lo que estoy tratando de decirle. Pues entonces me acerco a usted por varios motivos. Primero, y antes que todo, por el simple hecho de cumplir mi objetivo de acercarme a usted y entregarle mis escritos, es decir, cumplir con una acción propuesta sin pensar en el resultado, y ésta es una de las pocas enseñanzas que me dejó la lectura del Bhagavad Gita. Es una trama íntima e interna, es hacer algo con mis escritos. Quizás usted, cuando era más joven, también se proponía hacer algo con sus escritos; llevárselos a alguien, enviarlos a algún lugar, movilizarlos en busca de algo. Otro motivo es simplemente entrar en contacto, conocer a una escritora con una trayectoria detrás. Me interesa su opinión, me interesan los puertas que usted pueda llegar a abrirme, o las indicaciones que usted pueda darme para encontrar esas puertas, o decirme dónde está el llavero que tiene las llaves que abren esas puertas. Por lo demás, esta curiosa circunstancia de que un joven escritor inédito recurra a una escritora editada y con trayectoria en busca de consejo o llaves o puertas ya es en sí una situación novelesca y literaria, y este joven, que una de las pocas cosas que sabe hacer es extraer jugo y páginas de la realidad, aprovechará esta trama para continuar su libro, es decir, todo esto también es parte de mi libro. Así de magnífica es la realidad. La dejo, gracias por haber leído hasta aquí. Si quiere, y se lo recomiendo, puede empezar a leer los escritos por el fragmento número cincuenta y nueve de la sexta parte. De ese modo entenderá más ampliamente todo este asunto. El libro, mi libro, es largo, sólo elegí algunos fragmentos representativos del estilo y la temática. Nada más.
Esteban Costa
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A Juan Bedoian
Editor responsable de la Revista de Cultura Ñ
(Por correo electrónico)
Lunes 6 de diciembre de 2004
Señor Juan Bedoian:
Le escribe Esteban Costa. Soy un joven escritor de veinticuatro años. Escritor en lo íntimo y privado, y un simple empleado en lo externo y público, y hago esta curiosa diferenciación porque se supone que no puedo afirmar ser un ESCRITOR EN LA TOTALIDAD si no vivo de los productos de mi pluma –creaciones, ensayos, críticas o lo que fuere—. He escrito nueve libros, entre libros de poemas, novelas cortas y novelas largas y experimentales, y diarios íntimos y de viajes. Adjuntaré luego en mis datos personales todos los títulos y los años en que cada libro fue escrito. Me dirijo a usted con tranquilidad, respeto y un poco de osadía, pero sin osadía –aunque sea un poco— ningún escritor puede llegar a nada. Recientemente he quedado seleccionado para integrar dos antologías poéticas de dos concursos que se publicaron en la revista cultural que usted dirige; Ñ. De las editoriales Raíz Alternativa y De los Cuatro Vientos, aunque por cuestiones económicas no voy a poder participar en ninguno de los dos libros. En ambos me ofrecieron publicar los siete poemas que envié. Curiosamente, no es mi obra poética lo que más me interesa, sino mi prosa. Le comento que también dirigí dos revistas literarias underground llamadas Trascender y Aquí y Ahora, desde octubre de 2000 hasta abril de 2004 entre las dos. Pero seré más breve considerando que usted es un hombre importante ocupado y con poco tiempo. Le escribo para que usted considere, de aquí en adelante, mi pluma y mi persona; ambas indisolubles, claro está. Leo la Revista Cultural Ñ desde el número trece, aquel en que J. R. R. Tolkien aparecía en la tapa, y desde ese momento no me perdí ningún número, y de cada número leo entre el sesenta y el ochenta por ciento de la información que contiene. Claro que tengo mis ideas y mis opiniones sobre el contenido de la revista como director que fui –yo hacía absolutamente todo el trabajo de las revistas, salvo el diseño gráfico en Aquí y Ahora—. Le enviaré prosas y poemas; por favor, échele una mirada. Y también una fotografía para que sepa quién es el que le escribe. Seré sincero y terminaré; me considero talentoso e inteligente, y también considero que mi pluma supera en habilidad a muchas de las plumas que usted contrata para que escriban en su revista; la más importante revista cultural hoy en la Argentina.

Con todo respeto y admiración por su labor como editor,
lo saluda atentamente Esteban Costa.

P.D. Considere mi mensaje como algo que haría cualquier escritor que intentara encontrar algún camino viable a su escritura, y más allá de eso, sé hacer otras cosas en cuanto a la preparación de una revista cultural. Soy un joven buscando una oportunidad; tan sólo eso. Adieu.

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A Beltrán Gambier
Director de la revista de literatura
Intramuros,
dedicada a los géneros biográficos, autobiográficos y testimoniales.
(Por correo electrónico)


Viernes 2 de diciembre de 2005

El mensaje que leerán a continuación fue escrito hace unos meses, y no fue enviado por diversos motivos, pero como mi intención continúa siendo la misma e intacta en su objetivo, se los envío sin modificar nada.

Señor director Beltrán Gambier y señora editora María Sheila Cremaschi:

Les escribo por lo siguiente; me encontré con el número veinte de la revista INTRAMUROS por casualidad en la casa de un amigo, y no había sido él quien la había comprado, sino su padre. El subtítulo de la revista me llamó poderosamente la atención, ya que soy un activo militante del género autobiográfico y que me encantan las biografías y las memorias. Soy un joven escritor argentino de veinticinco años inédito por el momento. En la actualidad me encuentro escribiendo mi décimo libro titulado La Gloria en el Ocaso. Todos mis libros son autobiográficos, salvo en el caso de los poemas y los ensayos que simplemente son poemas y ensayos, quiero decir que en este caso no importa demasiado la distinción. El motivo por el cual les escribo es amplio. Entiendo que no es fácil tratar con un escritor que no ha sido editado oficialmente, pero también entiendo y reconozco y sé que hay varios escritores que no han sido editados, y sin embargo allí están los libros escritos. Mi deseo es poder publicar algún trabajo de mi autoría en algún medio, ya sean partes de mis libros o textos que yo elabore para la ocasión, como una nota o artículo de investigación sobre algo interesante, una columna de opinión, una reseña de algún título nuevo, etcétera. O sea, en realidad no sé bien cómo encarar la búsqueda de editor, y ése sería otro tema, pero por lo pronto lo que me interesaría sería poder trabajar o colaborar en alguna revista o en algún suplemento cultural de algún diario. En síntesis, quiero trabajar en lo que me interesa y en lo que mejor me desempeño, y quiero publicar mi obra, y si es necesario que mi pluma se conozca primeramente en los medios gráficos masivos culturales, bueno, así será. Yo dirigí dos revistas literarias underground, por lo tanto, si fui capaz de organizar la publicación de esas dos revistas en su totalidad, no creo que escribir alguna página, o menos de una página, me cause problemas… En forma adjunta a este mensaje les enviaré mis datos personales con todos los detalles de mi labor como escritor –títulos de libros y los años en que fueron escritos—, así como también la mención de las editoriales que seleccionaron en diversos concursos mi obra poética. También les enviaré algunos poemas y algunas prosas, y también una fotografía mía. Espero que se entienda bien mi intención; estoy buscando ayuda en general y viabilidad a mi oficio. Quizás ustedes, si no pueden ayudarme directamente, quizás puedan aconsejarme o contactarme con alguien que sí pueda ayudarme. Desde ya les agradezco por haber leído el mensaje.

Esteban Costa
P.D. La fotografía es la más reciente que encontré –abril de 2005—, y una de las pocas en las que se veía bien mi rostro. La suciedad es producto de un largo viaje en tren desde Bariloche hasta Buenos Aires. Mientras se cruza la estepa patagónica, el polvo entra y entra…, y así se queda.

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[Todas estas cartas las tengo almacenadas en un archivo titulado CORRESPONDENCIA, el cual viene creciendo desde hace años.]

jueves, 28 de junio de 2007

Cuatro capítulos de la novela corta titulada "Aquella percepción, aquel amanecer" (2000 - 2001) Por Esteban Costa / PRIMERA ENTREGA

NOTA INTRODUCTORIA:

Esta novela corta fue mi cuarto libro escrito, y la escribí entre los veinte y los veintiún años. Con el paso del tiempo la fui corrigiendo, aunque levemente, hasta ahora en que entrego la versión definitiva, terminada de revisar ayer. La publiqué en forma completa en varias entregas que hacía en la revista Trascender en el suplemento de lectura, en las páginas finales. Quizás la entregue de a poco también aquí, en El Contemporáneo, ya que no es muy larga. Y creo que no tengo más nada que decir, adiós.


El golpe

Partiré desde el golpe. El golpe y el corte en mi cabeza, la pelea, la imagen fugaz de una sangrienta riña entre dos muchachos; la reja, el poste, los otros muchachos que intentaban separarnos, mi remera hecha pedazos y la cadenita de oro de mi adversario en mi mano, en mi dolorida mano, en la culminación de un antebrazo colmado de moretones.
El golpe y los días posteriores, en un estado extraño, similar al estado del afiebrado, todo lento, todo extraño para comprenderlo. Aquel momento de locura, de euforia, de violencia, de odio hacia mi adversario. Habían logrado separarme y tuve que irme y le pedí a alguien que me acompañara a algún lugar, pero ese muchacho me miraba perplejo, pues veía la sangre que caía desde el corte de mi cabeza por el cuello para luego manchar el pecho y el abdomen; entonces le pedí que llamase a mi amigo, que lo trajese conmigo, que pronto iríamos al hospital, a la sala de guardia a curarme, a salir de ese estado. Quería verme mejor, quería estar limpio y divirtiéndome, pues ¿qué hacía un viernes por la noche en ese estado? ¿No habíamos salido con Sebastián a divertirnos? ¿No íbamos simplemente a tomar unas cervezas y a conversar? ¿No íbamos a conversar sobre nuestro futuro viaje a la Costa Atlántica, a Miramar? Nada entendía, todo había sido rápido; el estúpido joven adinerado, su cargoseo y mi reacción de pegarle una piña en la nuca. Claro, pero yo pensé que Sebastián también le iba a pegar, y no fue así. Se levantó de la silla en donde estaba y vino hacia mí, y ahí sí que me vi en problemas. Era más robusto, no más alto, pero sí con espalda más ancha y brazos y manos más fuertes, así que vino hacia mí y balbuceó unas palabras de enojo amenazándome, y antes de que pudiese esperármelo ya estaba encima mío zarandeándome de un lado para el otro. Y ahí el maldito golpe, no sé si contra el poste, el piso, la reja o la pared, pues por todos esos lados anduvimos revolcándonos, y pienso que alguna de todas las piñas que pude tirar alguna tuvo que haber entrado, y sino, mala suerte, lo que vale es el valor, como le venía diciendo esa noche a Sebastián. Yo conozco un marica que una vez salió corriendo ante la inminencia de una pelea. Nunca lo voy a olvidar. Claro que desde entonces supe qué clase de hombre era. Y después de la imagen súbita, del desconcierto de los muchachos que estaban ahí, vino lo peor; el ir en bicicleta a la sala de guardia del hospital, esperar, entrar, la anestesia, esperar, el primer punto, esperar menos, el segundo punto, esperar, y finalmente el tercer punto, y todo ese tiempo respirando el olor nauseabundo del plástico húmedo que cubría la camilla, esa misma camilla que había soportado el peso de cientos de personas en estados mucho más graves que el mío. En guardia siempre se ven las peores cosas, una vez en el mismo lugar –me había fracturado un hueso del antebrazo— vi a un joven que recién había chocado con su moto contra un camión y tenía fractura expuesta –los huesos visibles— en la rodilla, y así existen cientos de accidentes que unidos al escenario de la sala de guardia con su olor a latex de los horripilantes guantes descartables, a plástico y a remedios hacen de ese circo apestoso algo indeseable para cualquier mortal.
El golpe… Motivo de vivencias espantosas, motivo de dolor en mi cabeza durante días, motivo del estado afiebrado que me alejó del mundo estando en él, motivo de visitas curiosas al médico –yo le explicaba que era consciente pero que estaba un poco tonto—, motivo del tiempo en cama y de contemplaciones generales sobre la vida, por lo tanto, el golpe es sinónimo de suspensión en el tiempo y sinónimo de motivo, motivo de haber empezado con esta historia.

Primeros viajes

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Todas las noches encierran dilemas, grandes dilemas para esas ocasiones, siempre de noche y en pleno insomnio. Claro que para la mañana ya habremos olvidado todo lo referente a aquellos dilemas tan importantes en los que pensamos habitualmente por las noches. El dilema de esta noche –a decir verdad de otras tantas— es cómo escribiré la historia que viviré –sonrío por la eventual rima—. Claro, en pocos días comenzaré a vivir una historia. Me iré de viaje con un amigo, no muy lejos, pero con mi amigo compartimos la idea de que cuando uno sale de su casa y no vuelve por unos días, ya está de viaje, aunque sólo esté a cincuenta kilómetros de su hogar. Y cuando hablo de mi amigo y de viajes, obligadamente mi memoria me remonta a incontables días pasados y en diversos lugares estando de viaje. No puedo no nombrar aquel viaje de una noche que hicimos a Luján, sin carpa, a dormir debajo de una mesa de cemento como cobijo para los tres; Gastón, Sebastián y yo. Claro que en tan poco tiempo nada extraordinario aconteció, simplemente tuvimos miedo, mucho miedo. El lugar en donde dormimos era del otro lado del horripilante y extremadamente contaminado Río Luján, allí donde no había ni una sola luz a la redonda, ni agua potable, ni baños, ni personas; y en donde únicamente podrían estar tres locos aventureros sin nada mejor que hacer que andar un día de semana por ese incipiente bosque con una pequeña linterna como única luz. Eso fue quizás lo mejor; el miedo. Cruzamos el puente. Se podían divisar perdidos pares de luces redondas que correspondían a coches lejanos. Las maderas del puente emitían curiosos sonidos al caminar sobre ellas, y luego, al finalizar el estrecho sendero peatonal del puente, debíamos bajar por una pendiente y empezar a introducirnos por aquel oscuro bosque. Pronto descubrimos una vía, pero evidentemente no era para un tren normal, ya que su tamaño era muy reducido –habría unos cuarenta o cincuenta centímetros de distancia entre cada riel—. Sí podría ser un tren para pequeños duendes del bosque, cosa que pensamos entre risas, pero pronto coincidimos en que sería una vía para pequeños vagones que se utilizarían en otros tiempos para transportar algo, vaya uno a saber qué. Así que seguimos el trayecto de la vía hasta que en un momento se introducía demasiado en el bosque y decidimos quedarnos ahí, en aquella mesa con sus asientos. La única luz era la pequeña linterna que habíamos ubicado en el centro de la mesa, y a ambos lados detrás de nosotros todo era oscuridad y ruidos extraños; el agua del río, insectos, animales, el pasar de los coches por el ya lejano puente y demás ruidos no identificados. Nos mantuvimos despiertos casi toda la noche. ¿Quién podría dormirse en un lugar así? Conversamos y cantamos para espantar al miedo hasta que nos fuimos durmiendo uno a uno. El amanecer nos levantó con el sonido de las campanas de la imponente Basílica de Luján, que se encontraba del otro lado del río y que de todos modos podíamos divisar por entre las ramas de los árboles observando hacia arriba, ya que a esa gran altura se encontraban sus numerosas cúpulas grisáceas y avejentadas, así como la cruz impuesta en la cúpula más alta. El amanecer nos tranquilizó; lo que la noche anterior parecía un hueco insondable y eterno en donde una pequeña vía se perdía, con la luz del día era simplemente una forma circular creada por las viejas ramas de los árboles, y ahí sí que nos animamos y terminamos de conocer el trayecto de la vía y el territorio que nos rodeaba. Fue una noche, un amanecer y una vuelta a casa. Tres jóvenes de dieciséis años ansiosos por vivir aventuras vagabundeando en busca de circunstancias extrañas, vivencias inauditas, sucesos extraordinarios. Siempre fue nuestro objetivo, estando a una cuadra de casa o a miles de kilómetros.

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Volví a ese mismo lugar cuatro o cinco veces, unas con Sebastián y otras sin él. En todas las veces tuvimos miedo; esa sensación quizás sea lo que hacía a ese lugar tan particular. En Lobos también vivimos aventuras inolvidables, justamente en la Bahía de Lobos, que era nuestro lugar preferido de la laguna. La noche que más recuerdo fue aquella cuando Lucas, Gastón, Sebastián y yo nos emborrachamos con cerveza –habíamos llevado una heladera portátil llena de latas frías— y nos dirigimos desternillándonos de risa hacia el lugar donde yacían los botes muy apacibles en las mansas aguas de la tranquila laguna. Pronto lo manso, lo tranquilo y lo apacible se convirtió en ruidoso, esplendoroso y mágico. Los botes eran grandes, cabrían ocho personas en cada uno, y tenían sus anclas bajas, así que nos subimos en uno, todo esto de una manera ruidosa y siempre riéndonos, alzamos el ancla por la soga y la lanzamos hacia el bote más cercano; habría como ocho en un radio de diez metros cuadrados. El ancla cayó estrepitosamente dentro del bote, y eso también nos causaba gracia. Atrajimos hacia nosotros ese segundo bote y nos trepamos en él, y así hicimos sucesivamente con algunos de los botes que allí había, paseándonos de uno en uno, revoleando anclas de aquí para allá. Como en todos los campamentos, yo iba extremadamente armado y equipado para la ocasión. Mi riñonera cruzando mi pecho y mi espalda, quedando así colgada del lado de mi costilla izquierda. Enganchados en la cinta de la riñonera que cruzaba mi pecho, un hacha pequeña, un facón de plata –reliquia familiar que había robado para la ocasión— y una linterna. En un momento Lucas agarró una canoa que estaba en tierra y la introdujo en el agua, se subió e invitó Sebastián a hacerlo, y yo no quise perderme la travesía, entonces me situé parado en el medio, mientras ellos, sentados, remaban con pequeños palos. Evidentemente la canoa era para dos personas, y yo, en medio de mi borrachera, me puse a bailotear mientras mis amigos me advertían que me podía caer. No me caí, pero lo que sí se cayó fue el hermoso facón de plata decorado con motivos gauchescos que nunca volví a recuperar y que mi familia se continúa preguntando dónde está. Todo terminó cuando el sereno del camping se nos apareció en la orilla como una sombra y nos dijo que nos calláramos, pero para nuestro asombro, no parecía estar muy enojado, por lo que supusimos que al vernos tan excitados y fuera de control tuviese miedo de retarnos pensando en que lo golpearíamos o algo así. La cuestión fue que le pedimos disculpas –siempre lo hacemos en ocasiones semejantes— y nos fuimos a dormir.

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Otra situación en donde los botes aparecen como protagonistas la vivimos en San Miguel de Monte. Esta vez estábamos Gastón, Ezequiel, Sebastián y yo en un camping a orillas de la laguna de Monte, que es más grande y más profunda que la de Lobos. Hacía ya unos días que estábamos, y una noche habíamos comprado varias cervezas de litro que almacenábamos en la heladera portátil de Sebastián, y como esa noche no las habíamos terminado de tomar, habían quedado para el día siguiente; cosa que no nos acordábamos. Así que al otro día nos levantamos y fuimos a jugar al fútbol a una cancha pequeña y de arena –cubierta con redes para que la pelota no se fuera al agua— que había en la orilla de la laguna. Después del partido dos contra dos que jugamos, volvimos al campamento, y al abrir la heladera comprobamos que habían sobrado unas cervezas. Las tomamos y fuimos a comprar más; era un día de mucho sol y estábamos sedientos. Tomamos esas otras cervezas y por consecuencia terminamos alegrándonos más de lo habitual. En esa tarde y en ese estado, se nos ocurrió robar un bote e ir con él hasta el otro lado de la laguna, así podríamos pasear por la parte céntrica del pueblo. Gastón y yo fuimos los encargados de acercar el bote a la orilla ya que estaba unos metros hacia dentro del agua, y Ezequiel y Sebastián tenían por encargo conseguir los largos palos que servirían como remos. En pocos minutos volvieron, ya que con Gastón descubrimos que el bote ya tenía remos en su interior, además de carteles publicitarios que arrojamos rápidamente al agua. En un breve lapso de tiempo el bote partía con nosotros adentro. Para dirigirlo fue todo un tema, ya que no teníamos experiencia y eso nos impedía que fuese derecho, pero así y todo, yendo de un lado hacia otro, tomamos velocidad y pronto abandonamos la orilla. Nuestros rostros irradiaban felicidad. Al haber hecho un tramo de ciento sesenta metros aproximadamente, pude divisar otro bote que se aproximaba hacia nosotros con velocidad. Al advertirlo se lo comuniqué a Sebastián, que con su tranquilidad característica me dijo: No pasa nada, no vienen para acá, ya vas a ver, quedémonos y esperemos. Lamentablemente sí tenían algo que ver con el bote y con nosotros, ya que al llegar a donde estábamos, nos chocaron con su bote y saltaron hacia el interior del nuestro. A todo esto el único que había quedado arriba del bote era yo que tenía el dedo índice de la mano izquierda cortado y vendado y no quería arrojarme al agua. Los chicos me gritaban desde el agua para que me tirara, pero además de estar yo en el bote, estaban nuestras pertenencias; la cámara de fotos, la ropa y demás, así que me resistí hasta que uno de los hombres, un moreno gordo y corpulento, me golpeó con un remo en la cabeza acusándome de ladrón, y me lo repetía: Ladrón, ladrón. Y yo no tuve más remedio, o fue lo único que se me ocurrió en ese momento, que arreglar el asunto con dinero. Le ofrecí una determinada cantidad que serviría como alquiler forzado del bote y también para que llevase nuestras pertenencias al muelle. De todos modos me obligó a tirarme al agua; cosa que tuve que hacer y unirme a los chicos que ya estaban nadando hacia la orilla. Al sumarme al grupo no pudimos contener nuestras risas por lo acontecido, y de ese modo se dificultaba más el hecho de nadar, ya que nadar y reírse a la vez era imposible, así que nos quedábamos flotando y riéndonos en el agua. Los dos tipos nos miraban perplejos y enojados, realmente no entendían bien de qué nos reíamos. Pronto llegamos a la orilla y volvimos cansados al campamento.
En otro viaje a San Miguel de Monte nos escapamos del camping, dejando una importante deuda pendiente. Lo relataré brevemente. Sin duda era tentador huir del camping sin pagar, ya que por un lado era muy fácil hacerlo y por el otro, si lo hacíamos, tendríamos a nuestra disposición el dinero predestinado a pagar el importe de nuestra estadía. Decidimos huir de noche por la parte trasera del camping. Había que subirse a las mesas y saltar desde ahí unos alambres, pero al final nuestro escape fue distinto. Yo me había ido a bañar a las una de la mañana aproximadamente –el escape estaba planeado para las tres—, y cuando salí del baño sorprendido quedé al ver el temporal que estaba azotando a todo el pueblo. En unos minutos se cortó la luz en toda la zona, y a decir verdad, en todo el pueblo, ya que del otro lado de la laguna tampoco había luz. El viento tenía ocupadas a las personas que estaban despiertas intentando que no se les volara nada, y entonces, al advertir que el sereno ya no estaba en la casilla de la entrada, decidimos huir por el frente, por el mismo lugar que habíamos usado para entrar unos días antes como cuatro jóvenes decentes. Puedo asegurar que hicimos tan rápido los bolsos –la carpa la sacamos de un tirón y la metimos en la heladera portátil con estacas y todo lo que venía— que al volver la luz una media hora después, nadie notó si hubo alguien alguna vez o fue sólo una ilusión. Esa noche dormimos en una estación de servicio que quedaba cerca de la estación del ferrocarril en donde debíamos tomar el tren para volver a casa unas horas después. Y entonces teníamos dinero y hambre, por lo tanto gastamos parte del dinero en comprar muchas galletitas que acompañábamos con unos buenos mates. Lo bueno fue encontrar en esa estación una máquina expendedora de agua caliente, precisamente para calentar agua para el mate y que usan los camioneros –hay cientos allí— para cargar sus termos. Lo que recuerdo de esa noche es eso; esa estación con su hermosa máquina de agua caliente, un hombre morocho y gordo que cantaba tango muy bien, hombres avejentados y borrachos acodados en la barra del bar escuchándolo y nosotros, todos desparramados en la puerta oyendo al cantante, llenando nuestros estómagos y contentos por el exitoso escape.

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Con el pasar del tiempo vinieron viajes más largos y más lejos, y así fue que con Gastón y Sebastián nos fuimos a la Costa Atlántica, precisamente a la ciudad de Mar del Plata. Ese viaje fue hermoso, pero en realidad no ocurrió nada extraordinario, simplemente la aventura era vagabundear y conocer gente, ya que dormíamos en la playa, y durante el día caminábamos y conocíamos lugares. Lo destacable de ese viaje fue que por intermedio de Gastón logramos dormir unas cuantas noches en un departamento en donde estaban viviendo siete chicas más grandes que nosotros, y allí compartimos días festivos y de borracheras memorables. También presenciamos un diluvio que salió en los periódicos. Ese día había ido con Sebastián a presenciar el Campeonato de Surf de 1997 en las playas de Playa Grande, organizado por la marca de zapatillas Reef. Casi al finalizar el campeonato empezó a llover y el viento empezó a soplar rabiosamente. Todas las personas corrían de aquí para allá tratando de encontrar a su gente, y con Sebastián empezamos a correr. Yo le decía que no pare, que corra, porque al parar me agarraba un frío terrible e insoportable. Así que corrimos y corrimos mientras el agua caía en cantidades anormales. Pronto le hice señas a una camioneta para que nos llevase y me respondió afirmativamente, así que subimos y nos llevó un buen tramo. A decir verdad, nada pudo ser más perfecto, pues nos dejó a cuatro cuadras del departamento de las chicas. Allí nos bañamos con agua caliente y recuerdo que después tomamos unos exquisitos mates acompañados con facturas. Fue un buen viaje, pero no se puede comparar con lo que vivimos en Valle Grande, en Mendoza, un tiempo después. Ese viaje a Mendoza –yo ya había ido— se puede resumir en nuestros ascensos a la montaña. El primer ascenso fue de noche, y eso fue lo alocado, sin planear, sin equipo suficiente y sin idea de qué se escondía detrás de la cima que se veía desde la ruta. Como iluminación teníamos un solo sol de noche que llevaba el que iba en el medio, y de esa forma nos las arreglábamos. Alcanzamos la primera cima, que era la que veíamos inalcanzable desde la ruta, y allí gritamos, saltamos y nos fotografiamos con gestos victoriosos. Luego ascendimos un poco más y allí nos quedamos, pues ya nada se veía con tan poca luz, pero en ese mismo momento decidimos volver otro día, pero con equipo como para pasar la noche. Así fue; volvimos a la montaña. Llegamos al lugar en donde habíamos estado, hicimos fuego y preparamos una sopa de tomate con fideos enrollados que disfrutábamos con exquisitos vinos mendocinos. Apenas amaneció empezamos a caminar con el objetivo de llegar a una cima que veíamos muy lejana. Era increíble que en un lugar tan alto hubiera tanto espacio llano, es decir, que después de haber subido tanto nos encontrábamos con metros y metros de piso llano, y recuerdo que pensábamos qué bueno sería hacer un recital de rock multitudinario allí arriba. Alcanzamos la cima lejana, estuvimos un buen tiempo allí disfrutando de la panorámica vista y luego volvimos. Lo extraño fue que al volver encontramos el campamento de pura suerte, porque en realidad estábamos medio perdidos. Lo encontramos por la música de la radio que habíamos dejado prendida, entonces, por suerte, escuchamos la música lejana y rastreando el sonido pudimos llegar al campamento, que eran nuestras mochilas y la ropa y la radio todo desparramado desprolijamente por ahí. Después también hicimos otros viajes y vivimos también vivencias especiales como dormir en la calle, hacer dedo por la ruta de noche, dormir en albergues de mochileros con personas locas y extrañas, en fin, vagar a la deriva.

Noche Buena

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El dilema de un tiempo atrás era cómo iba a escribir la historia que iba a vivir –otra vez con las rimas—, y el dilema de ahora es cómo voy a ordenar la historia que ya viví y que dejé plasmada en unos cuantos escritos ocasionales. El viaje fue enriquecedor por sobre todas las cosas. En realidad todos los viajes nos reviven, nos rejuvenecen por más jóvenes que seamos. El 23 de diciembre del año 2000 partimos con mi amigo Sebastián para Mar del Plata a pasar unos días antes de ir a Miramar para quedarnos allí a trabajar por dos meses. Al final resultó ser que yo me tuve que volver y Sebastián se quedó, pero déjenme que les cuente cómo fue todo. Fuimos a Mar del Plata en tren. El viaje fue incómodo ya que éramos dos personas y la empresa del ferrocarril nos ubicó en un asiento para tres, o sea, Sebastián del lado de la ventanilla, yo en el medio y un viejo inexpresivo del lado del pasillo. Sebastián dormía tranquilamente apoyándose en la ventanilla, y yo no podía recostarme por el maldito viejo, así que viajé la mayoría del tiempo en la parte del tren en donde se unen los vagones que hay dos puertas, una de cada lado. Hacía frío allí y el ruido era insoportable, pero prefería estar ahí antes que al lado del viejo. Cuando llegamos a Mar del Plata, Sebastián bajó primero del tren y se ubicó cerca de la ventanilla para que yo le pasase por ahí los bolsos. Cuando bajé del tren, después de haber bajado el equipaje, me encontré con que Sebastián estaba hablando con un hombre joven, barbudo y de pelo castaño enrulado que era el dueño de un hotel de tres estrellas que quedaba en La Perla. El hombre estaba buscando clientes desesperadamente, así que nos ofreció un buen precio y nos convenció. Nos llevó en su Jeep blanco junto a una pareja de novios que también había logrado convencer para que se hospedaran en su hotel. Nuestra habitación era grande y luminosa, tenía dos camas, una matrimonial en donde durmió Sebastián y una marinera en donde dormí yo. Había un ventanal que daba a un pequeño jardín y posteriormente a la Avenida Independencia. Ese ventanal nos embaucó durante los días que allí estuvimos, tenía algo especial, el sol casi siempre daba allí, y lo entretenido era que veíamos pasar gente todo el tiempo. Simplemente poníamos a funcionar el equipo de música, escuchábamos unos buenos temas y nos quedábamos observando curiosamente por la ventana. Los días allí fueron buenos. Tomé fotografías de objetos, como por ejemplo una titulada El armario, otra Los libros, otra La mesita de luz, y creo que ninguna más de esas características. El día veinticuatro era la Noche Buena, así que a eso de las ocho y media de la noche partimos a dar vueltas por ahí. En el camino conocimos a unos extraños personajes; Sergio Pérez y a su ensimismado amigo que nunca supe cómo se llamaba. Íbamos caminando, y este Sergio Pérez, al ver la remera de Sebastián que tenía dibujado el rostro del cantante jamaiquino Bob Marley, se acercó y nos preguntó si teníamos marihuana para fumar. Le respondimos que no, pero que igualmente lo podíamos invitar a tomar unas cervezas. Fuimos a tomar cerveza a la puerta de un almacén, y allí sentados nos tomamos tres o cuatro. Luego nos invitó a su casa ya que él estaba con su amigo, pero después el amigo se tenía que ir e iba a tener que pasar solo la Noche Buena. Decidimos ir a su casa a pasar la noche. Vivía en una pieza al fondo de un pasillo que bordeaba un gran edificio donde funcionaba un gimnasio, y él era el sereno. La habitación de él era un caos. Había una cama totalmente desordenada y repleta de ropa y objetos diversos; había también un árbol de Navidad, un equipo de música y una heladera que no funcionaba y que usaba como viejo mueble. Sergio Pérez estaba loco, era enérgico y vivaz, hablaba con elocuencia y soltura, algo especial había en él. Compramos muchas cervezas y festejamos. Sebastián le comentó que yo escribía y que estaba escribiendo un libro, y él en seguida me dijo: Poné ahí, escribí mi nombre, voy a ser rico, acordáte, acordáte… Y yo le dije que sí, que lo iba a hacer. Sergio Pérez había tenido una vida dura. Su madre y sus dos hermanitos, una nena y un nene, habían muerto en un accidente de tránsito, cosa que me informó mostrándome el recorte periodístico que informaba sobre la tragedia. Su padre lo había golpeado repetidas veces, y él me mostraba los dientes que le faltaban por esas golpizas. También había estado preso varias veces por robo. De hecho, cuando apenas lo encontramos, el amigo se robó una bicicleta de un descuidado ciudadano –que la había dejado apoyada en un árbol— delante de nosotros. Nos mostraba una bolsa llena de causas judiciales y las revoleaba por el aire con desdén. Sergio lloró esa noche abrazado a nosotros, que perplejos tratábamos de calmarlo. El amigo ya se había ido. En un momento Sergio se mejoró y empezó a tirarnos petardos, los encendía y nos los arrojaba a los pies, así que con Sebastián nos tapábamos los oídos y superábamos el estruendo. Después se encerró en un baño muy pequeño, encendió un petardo muy poderoso, se tapó los oídos y soportó la explosión. Salió de ese baño aturdido y lleno de humo y gritaba: ¡Uuuuuhhhh!, e imitaba el sonido de un pájaro de reloj despertador haciendo muecas con su mano imitando el pico del supuesto pájaro: ¡Cu-cu, Cu-cu!, decía con cara de chiflado. Después rompió un parlante del equipo de música estrellándolo contra el suelo y rompió una silla del mismo modo. Toda su habitación estaba en ruinas, como su vida. El pasillo era largo y oscuro, y el lugar en donde vivía, que era al fondo del pasillo, era deprimente, la soledad allí lo estaba consumiendo. Después de brindar a las doce en punto nos fuimos rápidamente, decidimos con Sebastián cambiar de ambiente, continuar nuestra fiesta en otro sitio, así que nos despedimos y nos fuimos.

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El amanecer del día 25 fue espléndido y soleado, un gran amanecer. A esa altura ya estábamos un tanto cansados, pero continuábamos sedientos. Íbamos sin las remeras, y yo sin las zapatillas, por lo que bromeaba y le decía a Sebastián que yo era Tom Sawyer –por el modo en que me había recogido los pantalones— y él se reía de mi idea. Caminamos muchísimo buscando un comercio para comprar una cerveza gelada, como dice Sebastián en portugués, y de pronto, de la nada, apareció un comercio abierto en un elegante barrio de clase alta. La mujer que atendía el negocio no debería entender cómo podíamos seguir tomando cerveza a esa hora de la mañana. Luego llegamos al hotel y dormimos largo y tendido; era hora de recuperar energías. De esos días en el hotel de Mar del Plata guardo estos escritos:


24 de diciembre de 2000
00:40 hs AM
Hotel La Perla

Kerouac escribió un poema que decía algo así:

Sentado en una silla mecedora,
en un hotel de San Francisco…

Hoy lo recuerdo con curiosa complicidad y digo:

Sentado en la parte baja de una cama marinera,
en un hotel de Mar del Plata…

y podría continuar el poema de este modo:

con el sueño atravesado,
con los ojos ojerosos,
con felicidad interna,
con visiones ambiguas de un futuro lejano,
con libertad, con ilusión.
Sentado… Por la amplia avenida
que se ve detrás de la ventana
pasan coches y coches…


***

Hace cuatro días que estamos de viaje, y puedo decir que fueron días agitados. El sábado llegamos con el tren muy temprano, y apenas bajamos de los vagones un tipo se puso a hablar con Sebastián, y resultó ser el dueño del hotel que siempre va a la estación a buscar clientes. Ahora estamos en una pieza chica con dos camas, un baño, una mesa de luz y una ventana que da a la Avenida Independencia. Antes estábamos en otra habitación, en el primer piso, y era más grande y mejor, pero el tipo del hotel al que bautizamos como Muchacho –porque siempre repite esa palabra—, nos dijo que la necesitaba para un matrimonio con dos nenes, entonces nos pidió que nos mudáramos de habitación.

En el hotel La Perla

***


La Casona

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De Mar del Plata nos fuimos a Miramar, que en realidad era el verdadero y más importante destino, ya que allí íbamos a trabajar por contrato toda la temporada de verano. Sebastián iba a trabajar de cocinero y yo de mozo en esa casa inmensa y misteriosa que se llamaba Santa Elenita y que iba a inaugurar próximamente como casa de té y de venta de comidas rápidas. El día 27 de diciembre salimos del hotel La Perla con nuestros bolsos, y recuerdo que a las dos cuadras de caminar –pretendíamos ir caminando hasta la estación del ferrocarril— nos miramos cómplices por nuestro cansancio, por nuestra certeza interior de que no llegaríamos a ningún lado así, tan cargados y cansados, entonces decidimos tomar un taxi en la Avenida Independencia. Cruzamos la avenida, y en la esquina estaba la parada de taxis, así que tomamos uno y muy pronto llegamos a la estación de tren. El viaje fue tranquilo, ya que estábamos cansados y no nos movimos de los asientos. El único inconveniente fue que en un momento apareció el gordo guarda del tren por el pasillo y avisó a todos en alta voz: Cierren las ventanillas por favor que van a tirar piedras…, y yo, al verlo tan tranquilo, pensé que estaba bromeando, aparte ¿quién iba a tirar piedras? Y al minuto le pregunté a otro guarda si iba en serio el asunto de las piedras, y me explicó que cruzaríamos unos cuantos kilómetros en donde había a ambos lados de la vía extensas y pobladas villas miserias o villas de emergencia, como dicen los políticos para parecer más correctos en el uso del lenguaje. Lo cierto es que cerramos las ventanillas y cerramos también la segunda ventanilla que es de metal y que en todo caso era la que nos cubriría de un supuesto ataque. Tiraron un par de piedras pero no le pegaron a nadie. Yo pude entrever el paisaje por entre las ranuras da la segunda ventanilla, y había algunas personas que saludaban normalmente y otras que miraban simplemente y se sentirían marginadas, pues si por la puerta de tu propia casa pasa un tren, y cuando lo hace lo hace todo cerrado herméticamente, te debes sentir un poco mal. Pero lamentablemente había que hacerlo de ese modo porque entre los pastizales se escondían los pequeños indiecitos que al ver el tren lanzaban piedras como si el artefacto fuese su peor enemigo. Era un juego un poco serio, pero olvidémonos de él y lleguemos al fin del corto viaje. La estación de Miramar era pequeña y humilde, y lo que recuerdo fue que me senté en el piso apoyado en los bolsos mientras que Sebastián iba a hablar por teléfono con Virginia, que era nuestra futura empleadora y la dueña de La Casona, para preguntarle cómo debíamos hacer para llegar a La Casona desde donde estábamos. En ese ínterin se produce lo que ahora sólo es un curioso recuerdo. Le pedí un cigarrillo a una adolescente que era muy bonita, quizás tenía las caderas grandes pero su rostro era lindo y ella se portó muy bien, pues no tenía, pero le fue a pedir a su amiga, que también me había gustado, y me lo trajo muy amablemente. Lo veo venir a Sebastián y me dice que conviene tomar un taxi, así que nos subimos en un viejo Peugeot 504 y fuimos para allá. En el taxi yo pensaba en cómo sería Virginia y su familia, ya que íbamos a convivir con ellos por más de dos meses, y Sebastián siempre me había dicho que era macanuda y que hablaba hasta por los codos, así que yo tenía una idea favorable de ella, pues me gustan las personas que hablan mucho –no tanto como comprobé después que ella hablaba— y me había hecho una imagen mental que resultó ser antagónica con respecto a la imagen verdadera. Me había imaginado a una mujer de cuarenta y pico de años, alta, morocha, de pelo enrulado pero no muy largo, sonriente y dispuesta a conversar. Bajamos del taxi y allí me esperaba la verdad. Llamamos a la puerta y apareció Virginia con su hija Victoria, una niña rellenita de once años. Virginia era de baja estatura, pelo castaño claro y en mal estado, rostro apático y no en muy buen estado. Victoria era tímida, tan tímida al punto de no hablar y comunicarse solamente con tiernas e inseguras muecas que reflejaban sus pareceres. Pronto comenzó a hablar Virginia y no paró hasta después de una hora y veinte minutos aproximadamente. Nos comentó los asuntos primordiales con respecto al trabajo, y allí nos enteramos que faltaba bastante tiempo para inaugurar al público aquella gigante, vieja y desgastada casa. No tenía ni siquiera el cartel colgado que informaría al simple peatón sobre la existencia de una Casa de Té y ricas y abundantes picadas. Describiré la casa de la forma en que aparezca en mi memoria. Tendría treinta metros de frente enrejados, y de largo tendría –quizás me equivoque— cuarenta y cinco metros o cincuenta. Dentro de esta superficie, mirando desde el frente la parte izquierda, unos diez o doce metros eran de parque y cochera al descubierto. Al fondo de la cochera había un galpón-garaje en donde Miguel, el esposo de Virginia, guardaba su Wolkswagen Gacel bordó. En la parte derecha, mirando desde el frente, estaba La Casona pintada recientemente de color terracota. Al entrar a la casa comprobé lo siguiente. Eran cuatro grandes ambientes principales –más o menos de la mitad de la casa para el frente— de piso de madera, con ventanales amplios y puertas altas como sus techos. Estos cuatro ambientes principales conformaban un gran cuadrado, y todos estaban comunicados entre sí por puertas. En esa parte había dos baños. Ahora observemos el gran cuadrado dividido en cuatro partes iguales desde arriba. El ambiente superior derecho estaba separado por una barra, recientemente construida por Miguel, de la cocina. Ésta a su vez daba al patio, donde había un cuartito en donde guardarían la mercadería del negocio y un baño viejo y grande en donde nos bañaríamos Sebastián y yo. Este mismo ambiente superior derecho, observando siempre desde arriba, daba por una puerta a una habitación grande en donde dormían los tres; Virginia, Victoria y Miguel. A nuestra habitación, que posteriormente bautizamos La Cueva, se llegaba por un corto pasillo que venía desde el ambiente cuadro superior izquierdo, y a su vez nuestra habitación estaba comunicada por una puerta con la de ellos. Lo único que me falta es la hermosa galería que corría paralelamente a la casa desde el principio hasta el final, que era donde desembocaba la vista, por medio de las ventanas, de los dos cuadrados-ambientes de la izquierda. Los cuatro ambientes principales serían destinados para los clientes, se transformarían todos en comedores o en salas de estar para tomar el té o una cerveza bien fría con una abundante picada; opción que yo elegiría. Nos acomodamos en la habitación que bautizamos La Cueva, porque eso es lo que era verdaderamente. Era pequeña y sin ventanas, y por ese motivo muy oscura. La única luz que había era una lámpara perfectamente circular y amarillenta que estaba colgada desde el techo por un caño redondo, negro y largo que hacía que la lámpara estuviera muy baja. A la lámpara la bautizamos La Luna en alguna noche de embriaguez que la dejamos prendida y dejamos volar la imaginación. Había dos armarios, dos camas –una plegable que era la mía—, un escritorio con cajonera y un espejo viejo y manchado en donde nos mirábamos, y por último, un esquinero de madera que no le dimos uso. ¡Ah!, me olvidaba del lavabo. El escritorio lo ubicamos contra la puerta que nos comunicaba con nuestros empleadores, así por lo menos había algo que marcara mejor la distancia. Los días fueron de trabajo, de un poco de tristeza en mis emociones internas, de pasear por la tarde y por la noche por la playa y la peatonal, la especial peatonal de Miramar.

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La peatonal era bastante larga por lo que era la ciudad. Por todos lados había unos asientos extraños en su estructura que había puesto el gobierno local para embellecer la calle principal. Recuerdo que había un local que creo que se llamaba El Medio Oriente, en donde vendían artesanías, tallados en madera, máscaras místicas, esculturas, tótems extraños y cientos de artículos más. Con Sebastián nos quedamos dos o tres veces media hora observando minuciosamente aquella vidriera, y porqué no, comiendo aquellas deliciosas barritas de chocolate con soja que comprábamos en un comercio cercano. Siempre elegíamos las cosas que más nos gustaban y soñábamos con comprarlas después de haber ganado dinero con aquel trabajo. Él había elegido una escultura tallada en madera que representaba a un hombre y a una mujer abrazándose estando sentados, y demostraba amor y transparencia; así quisiéramos estar una noche con una mujer. Él también eligió una máscara extraña y muy colorida, y yo había elegido a un mono viejo y sabio tallado en madera de unos treinta centímetros de alto; estaba sentado y contemplativo. Por esa peatonal anduvimos vagando, tomando cerveza, mirando libros y también nos jugamos unas fichas a los flippers, recordando años pasados en Ramos Mejía. Nuestro trabajo allí iba a consistir, hasta que se inaugurara, en hacer trabajos de pintura y limpieza, y también de ama de casa, pues tuvimos que lavar los platos y la cocina. La cocina fue todo un tema, porque los hogareños anfitriones no eran ni muy ordenados ni muy limpios, y con Sebastián, aquel día, estuvimos horas y horas sacando la mugre y las fruslerías que dejaban tiradas por todos lados. Limpiamos el piso y los azulejos, los muebles, el horno, las hornallas, la pileta de la cocina que estaba ennegrecida y todo lo que encontrábamos, pues todo lo que tocábamos tenía polvo. Recuerdo que tuve que limpiar un termo que había ahí, al advertir por la diferencia con los azulejos limpios su polvo acumulado. Entre risas nos comentábamos que estábamos siendo un poco obsesivos con la limpieza, pues nada quedaba sin brillar. No podíamos parar de limpiar porque realmente era un buen entretenimiento. Tomábamos mate, escuchábamos música y podíamos parar a fumar un cigarrillo, ¿qué más podíamos pedir? Lo cierto es que arreglamos los ambientes, limpiamos los vidrios, los muebles, el piso de madera que también enceramos, pintamos una mesa, un armario muy grande y la barra de madera después de haberla lijado fuertemente, armamos las mesas para el público y finalmente habilitamos dos ambientes; el superior izquierdo y el inferior del mismo lado. A todo esto ya habían puesto los dos carteles publicitarios en la entrada que habían quedado muy bien, habían conseguido la habilitación comercial que hasta ese momento estaba en trámites, habían traído y habilitado para el funcionamiento la máquina expendedora de café, aunque el café resultó ser pésimo, por lo menos en esos días, y faltaba poco para la inauguración, que Virginia había establecido para el día 6 de enero. El sábado 30 de diciembre vinieron desde Buenos Aires –para decirlo correctamente desde Ramos Mejía— el hermano de Sebastián, Pedro, y el primo de los dos, Germán. Vinieron una tarde, y con Sebastián ya casi habíamos terminado con un ambiente –cuadro posterior izquierdo—, así que decidimos pasear por la ciudad con el permiso de Virginia. Fuimos al centro y alquilamos uno de esos cochecitos metálicos que funcionan como las bicicletas y que tienen cuatro pedaleras; dos adelante y dos atrás. Fuimos los cuatro andando y nos acercamos al bosque, pero no nos pudimos meter ya que las ruedas de nuestro vehículo patinaban en la arena que había en los alrededores. Dimos unas vueltas y fue muy divertido. Después arreglamos para encontrarnos al día siguiente y partir a la tarde para Mar del Plata, en donde estaba el hermano de Germán, o sea, el primo de Sebastián y Pedro llamado Daniel. Allí estaba él con bastantes amigos. Esa noche dimos unas vueltas por el centro, y los chicos, Pedro y Germán, se quedaron a dormir en la arena de la playa. El domingo 31 partimos los cuatro en ómnibus para Mar del Plata. No sabíamos muy bien cuál era la dirección del lugar en donde estaban parando, pero pronto Sebastián se comunicó por un teléfono público con su otro primo, hermano de Daniel y Germán, llamado Ezequiel, quien le comunicó correctamente la dirección del hotel en donde estaba su hermano y sus amigos. De la terminal de ómnibus de Mar del Plata caminamos como cuarenta cuadras hasta que llegamos al hotel Excélsior, esto nos informaba un cartel rojo de neón y que me hacía acordar a un libro y a su autor. Apenas llegamos hablamos con el encargado que estaba en la puerta, Aníbal, al que bautizamos graciosamente como Almíbar, y en ese ínterin vemos que se asoman desde una ventana del primer piso los amigos de Daniel, que a modo de bienvenida nos arrojaron un petardo encendido que sonó bastante fuerte al estallar cerca de nosotros. Arreglamos un buen precio con Almíbar para los cuatro y decidimos quedarnos a pasar el Año Nuevo con Daniel y sus amigos en el hotel.


CONTINUARÁ...


[Todos estos capítulos pertenecen a la novela corta titulada Aquella percepción, aquel amanecer (2000 - 2001) de Esteban Costa]

viernes, 15 de junio de 2007

Frases extraídas del libro "Las fuerzas morales" de José Ingenieros

La antorcha lucífera no se apaga nunca, cambia de manos.

Es ventura sin par la de ser jóvenes en momentos que serán memorables en la historia. Las grandes crisis ofrecen oportunidades múltiples a la generación incontaminada, pues inician en la humanidad una fervorosa reforma ética, ideológica e institucional.

Los jóvenes cuyos ideales expresan inteligentemente el devenir constituyen una Nueva Generación, que es tal por su espíritu, no por sus años. Basta una sola, pensadora y actuante, para dar a su pueblo personalidad en el mundo. La justa previsión de un destino común permite unificar el esfuerzo e infundir en la vida social normas superiores de solidaridad. El siglo está cansado de inválidos y de sombras, de enfermos y de viejos. No quiere seguir creyendo en las virtudes de un pasado que hundió al mundo en la maldad y en la sangre. Todo lo espera de una juventud entusiasta y viril.

Cada generación anuncia una aurora nueva, la arranca de la sombra, la enciende en su anhelar inquieto. Si mira alto y lejos, es fuerza creadora. Aunque no alcance a cosechar los frutos de su siembra, tienen segura recompensa en la sanción de la posteridad. La antorcha lucífera no se apaga nunca, cambia de manos. Cada generación abre las alas adonde las ha cerrado la anterior, para volar más lejos, siempre más. Cuando una generación las cierra en el presente, no es juventud: sufre de senilidad precoz.

De seres sin ideales ninguna grandeza esperan los pueblos.

La juventud escéptica es flor sin perfume. De jóvenes sin credo se forman cortesanos que mendigan favores en las antesalas, retóricos que hilvanan palabras sin ideas, abúlicos que juzgan la vida sin vivirla: valores negativos que ponen piedras en todos los caminos para evitar que anden otros los que ellos no pueden andar. El hombre que se ha marchitado en una juventud apática llega pronto a una vejez pesimista, por no haber vivido a tiempo. La belleza de vivir hay que descubrirla pronto, o no se descubre nunca. Sólo el que ha poblado de ideales su juventud y ha sabido servirlos con fe entusiasta puede esperar una madurez serena y sonriente, bondadosa con los que no pueden, tolerante con los que no saben.

La inercia frente a la vida es cobardía. Un hombre incapaz de acción es una sombra que se escurre en el anónimo de su pueblo. Para ser chispa que enciende, fuego que templa, reja que ara, debe llevarse el gesto hasta donde vuele la intención.

No basta en la vida pensar un ideal: hay que aplicar todo el esfuerzo a su realización. Cada ser humano es cómplice de su propio destino; miserable es el que malbarata su dignidad, esclavo el que se forja la cadena, ignorante el que desprecia la cultura, suicida el que vierte la cicuta en su propia copa. No debemos maldecir la fatalidad para justificar nuestra pereza; antes debiéramos preguntarnos en secreta intimidad: ¿volcamos en cuanto hicimos toda nuestra energía? ¿Pensamos bien nuestras acciones, primero, y pusimos después en hacerlas la intensidad necesaria?

El pensamiento vale por la acción que permite desarrollar. El hombre piensa para obrar con más eficacia y multiplicar el área en que desenvuelve su actividad. Corrompen el alma de la juventud los retardados filósofos que aún la entretienen con disputas palabristas, en vez de capacitarla para tratar los problemas que interesan al presente y al porvenir de la humanidad. Los jóvenes deben ser actores en la escena del mundo, midiendo sus fuerzas para realizar acciones posibles y evitando la perplejidad que nace de meditar sobre finalidades absurdas.

¡Adelanto exclusivo para el lector furtivo...! Escritos inéditos de un libro en progreso

Miércoles 31 de enero de 2007
(Por la tarde)

Ahora comprendo con mayor claridad mi propia desazón pasada –y no tan lejos ni tan pasada—. Antes estaba contento con el hecho de ser un trabajador de pocas horas y un escritor en el tiempo libre. Creía de verdad y muy profundamente en todo lo que iba escribiendo y contando en mis libros. Era un camino, una trayectoria, un puente haciéndose siempre a sí mismo para llegar a otro lado. Creía que a otros podría llegar a interesarles todo lo que yo les contaba. No sé, creía en algo así como un destino juvenil grupal. Creía en el concepto de generación. Una generación, mi generación. Cambios, utopías y todas esas cosas. Ahora creo que son tan sólo unos pocos miembros de una generación los que enaltecen a toda esa generación a la cual pertenecen. Y todo esto visto con los ojos del futuro que miran al pasado que todavía no existe. De hecho, la posteridad ya no existe. La posteridad prometida es muy corta ahora. Es estúpido trabajar para una posteridad tan breve y tan corta. William Shakespeare sí podía pensar en una larga posteridad en la cual su obra sería leída y él continuaría vivo de algún modo, hablando eternamente en las hojas de los libros y atrás de los personajes. Pero ahora se sabe, casi con absoluta certeza, que la vida humana sobre el planeta Tierra será imposible dentro de no mucho tiempo; ¿cien años? ¿Doscientos años? ¿Quién sabe? Así que, la posteridad ya no es tan prometedora, y la lectura contemporánea de una obra que recién ha sido engendrada nunca puede ser tan conmovedora como la lectura que hace la posteridad de las obras buenas del pasado. Los escritores del presente no gozarán con esa promesa, la promesa de la lectura de su obra en la posteridad. Habrá que escribir como se estuviéramos en un pasado remoto, y entonces la gente del presente se convierte en la posteridad que lee esa obra. Hagan lo que quieran.
La búsqueda no debe cesar hasta haber hallado lo que se busca. Emanuel Klodi
Miércoles 7 de febrero
(Por la noche)

La literatura es el arte de hacer hablar al ego, y si el zen es tan zen, no debería haber ningún libro acerca del zen.
De dos frases surgió una, pero con el orden invertido; coloqué la segunda en el lugar original de la primera. Pero si arranca la máquina del ego, es peligroso porque se convierte en probable la posibilidad de quedar enredado en él. El ego es como la máscara del individuo. El portador de los traumas traumáticos o de las ilusiones más ilusorias… Los libros son escritos por egos, inclusive el ego de Eckhart Tolle cuando escribe sus propios libros. ¿Y qué, no se puede jugar por jugar? La función lúdica cortazariana… El niño grande, el niño grandote… Jugando con su juguete. Pero qué pronto se terminan a veces los juegos. Tomando mate y escuchando a Frank Sinatra… ¡Bah!, creo que es Frank Sinatra, estoy casi seguro. Y lo cómico es que todos duermen a estas horas, menos los grillos. Y yo quiero seguir bromeando cuando en realidad no tengo mucho para bromear, o sí… La contradicción andante, la duplicidad que persiste. Me dan más ganas de leer que de escribir. El sonido del piano me adormece. Escribo una oración cada tanto, y puede resultar ser un buen método.

¡Ah, insomnio…!; bendito y maligno insomnio… Emanuel Klodi
Martes 27 de marzo
(Por la tarde)

El lenguaje es el rostro del cerebro; la fisonomía del pensamiento. El lenguaje es la apariencia externa de nuestro ser interno. Laberintos de espacios blancos entre cien millones de palabras. El lenguaje escrito es como la radiografía del pensamiento, y si se pudiera radiografiar el pensamiento, habría hojas impresas con lenguaje articulado; obras de arte adornadas con acentos y signos de pregunta. El lenguaje es la adicción que me mantiene encerrado en los días de lluvia, además de la lluvia. La lluvia te predispone para encerrarte, para jugar con el lenguaje y para tener fantasías sexuales. Es muy común que uno se excite cuando está lloviendo. Es muy común que, cuando está lloviendo, uno intente jugar con el lenguaje, o que uno absorba el lenguaje a través de la lectura de un buen libro, esos que escasean hoy en día. Pero ni el mejor libro puede describir lo mejor de la vida. Por eso yo había dejado de escribir. Me limité a conformarme con lo ilimitado de la vida y el juego eterno de la interpretación de la vida. Uno puede estar toda la vida interpretando la vida. Pero lo más lindo es el hecho en sí, y no la interpretación. La interpretación del hecho es para cuando el hecho está ausente, y ya fue pasado y ya será futuro. En algún momento se dará el hecho interpretado. Y mientras afuera llueve, en la tarde gris y un poco fría, yo gozo de la calidez de mi ambiente, mientras elaboro lenguaje creativo y lo perfecciono cada vez más según mi propia capacidad.
Jueves 19 de abril
(En la madrugada)

A mí nadie me dijo que escribiera libros; me metí yo solo en problemas. Y hay un ideal que ya no tengo. ¿A quién se le ocurre ser escritor? Y a quien se le ocurre, no debería ocurrírsele; es una muy mala idea. No es muy entretenido ser escritor. Yo diría que es abrumador, un trabajo abrumador, una tarea inmensa, con diez mil cambios posibles. Los libros van sufriendo transformaciones en sus estructuras, hasta que en algún momento queda la forma definitiva de ese libro en particular. Pero para todo esto se necesitan años, muchos años, y el escritor también va transformándose, igual que sus propios libros. La transformación que el escritor experimente o padezca, determinará el curso de su obra futura, en el caso de que siga y continúe escribiendo. Como dije al principio; hay un ideal que ya no tengo. O hay un ideal que ya no puedo perseguir, o que creo que no tengo fuerzas para luchar por él, por ese ideal de vida y de ser. Me quedé dormido corrigiendo, mecánica y automáticamente, textos míos del pasado, de años anteriores. Vuelvo a ellos recurrentemente, y no porque tenga ganas de hacerlo, sino porque debo hacerlo, o porque yo me creo y me impongo ese deber. Es el deber obsesivo que surge de la necesidad de terminar y concluir algo que uno ya ha comenzado. No se puede dejar las cosas importantes a medio hacer, a mitad de camino, guardando la tarea pendiente en un cajón o en un armario. Gustav Meyrink decía que esas cosas envenenan todo, como el olor que se desprende de un cadáver. El cadáver es lo pendiente no resuelto, la historia inconclusa, sin final. Un final que se extravió en alguna parte y encaró rápidamente hacia otro sitio, como una línea veloz. Lo malo es no saber qué fue lo que realmente pasó con todas esas cosas que ya pasaron… El escritor es un experto en nada, al igual que muchos cientos de personas que tampoco son expertas en nada. A lo sumo, agrandando las cosas, el escritor puede llegar a ser algo similar a un supuesto experto del lenguaje, pero no más que eso. Entonces, ¿por qué a alguien podría ocurrírsele la idea de querer ser escritor? De chico yo pensaba que un escritor era alguien que escribía buenas historias de aventuras. Entonces me gustaba la imagen general que me hacía en la imaginación sobre los escritores. Yo lo resumía todo en la imagen del hombre aventurero que vivía y narraba sus aventuras o las de otros. Entonces era interesante pensar en ser alguien así; un aventurero que narraba aventuras, historias de aventuras. Después me di cuenta de que todo era más complicado y más aburrido. Y después conocí también, a través de las lecturas, a muchos escritores aburridos. Hasta llegar a la actualidad en donde ya casi no leo nada; ni a los aburridos ni a los divertidos –en realidad, hay muy pocos escritores divertidos—. Hasta me atrevo a decir que ya quedan muy pocos escritores pasionales, vitalistas y primitivos, en algún sentido. La pasión es lo que perdura. Lo pasional se mantiene intacto, ingresa a otra dimensión desde el momento en que es pasional. Me imagino, por ejemplo, que los diarios íntimos de Susan Sontag son pasionales. Hay un ser complejo y vasto transcribiendo con pasión aquello que va sucediéndole. O sea, tiene que haber, primeramente, autenticidad, y luego tiene que haber pasión –un ser auténtico es pasional—. Y después tiene que haber talento, también. Alguien que tuviera talento para elaborar lenguaje en cantidad, pero que careciera de pasión, tampoco podría llegar muy lejos. Yo soy un ser pasional, pero hay cosas que despiertan la pasión, y cuando esas cosas se ausentan, la pasión decrece o disminuye, por más que uno sea innatamente pasional por temperamento. El buen arte despierta las pasiones, como así también los seres pasionales despiertan pasiones en otros. Hoy en día hay escasez de buen arte. Las películas que hay en la cartelera de los cines, mayoritariamente, no son buenas. Uno no encuentra pasión en las películas que ve –yo no encuentro pasión en las películas que veo muy seguido en el cine—. Y ahora intentaré volver a la realidad –lo más fácil es irse de la realidad—. De en serio, che, qué costoso es volver a la realidad. Pero tengo que volver, tanto en la literatura como en el hecho de recobrar el protagonismo en las acciones diarias.
[Todos estos fragmentos en prosa pertenecen a la quinta y sexta parte de mi último libro -que todavía no terminé de escribir- titulado Los sucesos y los hechos. Una autobiografía en marcha. 2006 - 2007]

jueves, 14 de junio de 2007

Fragmentos en prosa inéditos del libro titulado "La Gloria en el Ocaso", de Esteban Costa, el corresponsal colgado...

Domingo 4 de diciembre de 2005
Yo quiero abrazar mi causa, pero ella no quiere abrazarme a mí. Mi tragedia y mi enredo quizás se resuman en que sólo puedo contar lo que siempre conté. Más allá de todo eso, no hay nada para mí. Pero antes lo hacía convencido, sin temor ni vergüenza ni especulaciones ilusorias sobre el futuro de mi obra y los posibles lectores. Debo escapar de todo esto y lo haré, pero antes creo que me hundiré un poco más en el fango y en el lodo de este curioso lodazal… Es decir, volveré a ser fiel a mi destino y contaré lo que vi y viví y cómo lo vi y cómo lo viví. Si me callo muero, y si hablo, me matarán… De cualquier modo moriré; muerto en vida o asesinado. Me asesinarán de diversos modos, de varias maneras. Y todo eso porque han subestimado el poder y la influencia de este curioso arte de escribir palabras en un cuaderno. Se enojarán porque les robé su identidad. Los retraté como yo los vi vivos y caminando y hablando. Fui como un furtivo fotógrafo. Les saqué fotografías sin que ellos lo advirtieran, y por eso se enojarán. ¿Quién es usted para robarme mi ser, mi identidad? Disculpen, sólo eso podía hacer, sólo esto puedo hacer, y si no lo hago me muero de aburrimiento. Y ya basta, si después me cuelgan simbólicamente en una cruz, será por mi pecado idiota de decir siempre la verdad. Y por otro lado, amigos, por más que luego se enojen, yo aquí les daré vida, una vida que ustedes desconocen. Y por otro lado aún más lejos, tengo una obligación, la obligación de terminar un libro, y no me gusta para nada que las cosas queden a medio hacer. Lo siento. Iré volviendo de a poco, como siempre.

Sábado 10 de diciembre

Suelta tu canto sin fijarte
en los demás cantos,
porque cada canto tiene su público.

Domingo 11 de diciembre

La danza debe seguir hasta en la agonía, y por eso los cobardes no obtienen la gloria. Y machacado el muchacho siguió danzando. La ficción de su realidad lo había atrapado. ¡Qué fuerte que era la película que había inventado! Estaba transitando el final de esa película. El personaje mutaba; todos mutaban para prepararse para la nueva película, pues así era siempre; cuando terminaba una película, comenzaban el rodaje de otra nueva. ¡Pero qué triste melancolía! El director de la obra miraba las fotografías del rodaje, la inigualable heroína, algunos personajes, unos primarios y otros secundarios, pero todos igualmente importantes en la obra.
Miércoles 15 de febrero de 2006
(En la madrugada)
El viejo García
Una idea polémica que escuché decir el otro día en un extraño documental. El tipo, barbudo y fumador, de barba gris reseca y panza dura e inflada, tapada por una camisa a cuadros, dice algo así, todo con voz ronca: El adicto a la nicotina es tremendo. Lo digo con conocimiento de causa y humo… –y tira una bocanada de humo y se ríe como un viejo pícaro—. El tipo puede ser artista, o lo que ustedes quieran, pero si le quitan los cigarrillos, su droga, está liquidado. Es casi una contradicción o una paradoja, pero es así, créame, yo lo he visto. He conocido a un escritor un poco mediocre de un barrio de los suburbios, o de la zona suburbana, vio, pero era escritor, es cierto, había escrito cientos de poemas el viejo García; pues así se apellidaba. Pero no era Rogelio García Lupo, eh… –y se ríe de vuelta—. Era un tipo bueno, normal, de clase media baja, y casi siempre estaba encerrado en su casa vieja del barrio. Era viudo el pobre García. Y ya estaba calvo y gordo, y encima era petiso, y además el poco pelo que le quedaba era de color blanco, bien blanco, y tenía ojos bien celestes, quizás ése fuera el encanto de García, porque su difunta mujer, la señora Elsa, era realmente hermosa. No era sensual Elsa, pero si uno era un buen observador, podía darse cuenta que debajo de esos insulsos vestidos de vieja que se ponía había curvas armoniosas, y un buen culo también… ¡Y qué le vamos a hacer! Pobre García. Ojo, yo nunca intenté nada con Elsa, ya que era casi inmaculada para García. Pero ella siempre me miraba de un modo especial, quizás me quería porque sabía innatamente que yo quería de veras al viejo García. Y en el barrio casi nadie hablaba con él. Y creo que yo fui el único del barrio a quien García le leyó sus poemas. A él le gustaba el mate, y a mí también, claro. Así que la yerba, la yerba mate, nos unió. A mí siempre me gustó leer el diario, las revistas, quizás algún libro si encontraba alguno por ahí, pero desde el día en que conocí a García descubrí otro mundo, otra realidad que yo jamás creí que algo así podía existir en medio de ese barrio tan normal y común. Ahí comencé a leer, y empecé, también, a comprender a García más ampliamente y con mayor conocimiento de causa. El viejo había sido impresor, pero yo lo conocí cuando ya estaba jubilado, de modo que ya no trabajaba. En síntesis, esto se hace muy pero muy largo. Los médicos le habían dicho terminantemente que debía dejar de fumar, y eso lo mató, no literalmente, claro está, porque siguió viviendo, pero lo mató espiritual y emocionalmente. El viejo García no podía concebir la idea de leer o escribir poemas sin fumar cigarrillos, no podía, por más que lo intentara una y otra vez. ¿Y qué hizo? Dejó de fumar, pero también dejó de leer y escribir. Ahí fue cuando comenzó el exilio de su propia casa instalándose para siempre en la puerta junto a la vereda. Se sentaba en una banqueta común y corriente, de color oscuro, no lo recuerdo bien. Quizás fuera azul o verde oscuro. Apoyaba su espalda en la blanca pared de la puerta de la casa, y ahí se quedaba horas y horas y horas. No hablaba con nadie, salvo conmigo, de manera que casi nadie en el barrio sabía la verdadera historia del viejo García. Si a usted, que está grabando mis palabras, se le ocurre publicar esto en algún lado, aunque no creo que le interese a nadie, bueno, los lectores se enterarán, al fin, quién era García. Yo quise rescatarlo de aquel estado, pero él se había convertido en una especie de enfermo autista, sin mover la cabeza como un autómata ni nada de eso, pero era un autista a su manera. Era viudo y no podía fumar, y si no podía fumar, no podía leer ni escribir; era una verdadera tragedia. García murió, finalmente, unos dos años después, a los setenta y tres años. Pero murió porque volvió a fumar cigarrillos y le explotaron, prácticamente, los pulmones. Yo me siento, aún hoy, un poco culpable de su muerte, pero por otro lado me siento muy feliz por lo que hice en aquel momento de desgracia en la vida de García. Claro, un día me cansé y le dije: García, déjese de joder, ¡pero por favor…! No lo puedo ver así como si fuera un muerto en vida. Prefiero verlo vivir auténticamente y que después se muera como es debido. Por favor. Ya basta, ¿cuánto tiempo piensa estar aquí sentado viendo el transcurrir insípido de este barrio? Por favor, léame algo, vayamos adentro, al patio, pongamos la pava a calentar y tomemos unos mates bien ricos y bien calentitos… ¿Se acuerda del invierno pasado? Usted me leía poemas de Amado Nervo. Fume, por favor, fume. Yo le convido, mire qué cigarrillos estos, son Camel, los que a usted le gustaban, ¿se acuerda del aroma, del olor, de la nicotina calmando sus ansiedades y a la vez excitándolo? ¿Se acuerda? Fume, lea, escriba. ¿No piensa escribir más? ¿No va a limpiar más su biblioteca? ¿No la iba a donar al barrio para que los pibes leyeran algo en sus desdichadas vidas? Vamos, García, qué le pasa. Fume, y si tiene que morirse, pues muérase. Quizás encuentra a Elsa allá arriba. Quizás lo esté esperando con esos lindos vestidos de tela veraniegos que ella usaba, ¿se acuerda? Vaya adentro, hombre, agarre una lapicera y escriba el mejor poema dedicado a Elsa. Esta salud que usted cree tener ahora no es salud, los médicos le mienten. Fume, agarre uno… El hombre barbudo extendió su mano con el paquete de veinte cigarrillos con la pequeña tapa abierta. García lo miró desde su banqueta muy extrañamente. Sus ojos celestes derramaban y emanaban melancolía. Una meditativa tristeza se apoderó de él. Levantó su mano derecha y tomó un cigarrillo del paquete. Lo encendió con la punta del cigarrillo encendido del hombre barbudo. Bien –dijo García— vayamos para dentro. Desde ese día no paró de fumar hasta su muerte. En las primeras semanas de la nueva etapa de vida que había escogido comenzó a limpiar su inmensa biblioteca, una biblioteca compuesta por dos mil ochocientos cuarenta y cuatro títulos. El inventario detallado de los libros de su biblioteca era una de las más fuertes obsesiones de García. Tardaba semanas y semanas en limpiar todos los ejemplares; uno por uno. García decía que era una lucha y una batalla despiadada contra el maldito polvo. El polvo hay que echarlo afuera todos los días –decía—. También era un poco sabio el viejo García, pero es verdad que a nadie le interesaba su supuesta sabiduría. Y entre los cuadros con las fotografías en blanco y negro de Elsa en su juventud, el viejo limpiaba con paciencia y maestría. Entre mates y tangos de Astor Piazzolla el viejo desempeñaba perfectamente su papel. Yo, el hombre barbudo, he ido a visitarlo muy seguido en sus últimos meses de vida. Le llevaba paquetes de cigarrillos y paquetes de yerba Rosamonte, la que le gustaba a García y a mí también. Al final, el viejo había ordenado todo; la biblioteca, que ocupaba varios muebles repletos de libros, relucía, era una perfección casi total, un orden sublime y casi sagrado, con olor a viejo y a historia. Murió solo; le agarró un colapso y no pudo respirar más. Pero antes de todo eso dejó impresa una colección con ochenta poemas suyos. La dedicatoria, oportuna, decía: A Elsa, que pronto volveré a ver.

[Todos estos fragmentos en prosa pertenecen a la quinta y sexta parte de mi décimo libro titulado La Gloria en el Ocaso. El libro secreto y una cruzada contra el tiempo. 2005 - 2006]

Pequeño relato sobre una mujer morocha y un muchacho

Sábado 15 de octubre de 2005

En el arte creativo de escribir hay que revolucionarse constantemente. Y revolucionarse, principalmente, contra uno mismo, contra las propias reglas literarias de uno mismo. Quiero decir, no olvidarse de que la posibilidad de mutar, de cambiar y de transformar, existe siempre y en cada nuevo minuto o nuevo día. Hoy puedo hacer como si yo nunca hubiese escrito nada y hablar con una voz desconocida para mí. Es un cambio. Grande o pequeño, importante o intrascendente, pero es un cambio. Me levanté, me cambié la remera, y en vez de salir a la calle vestido de color azul, escogí para hoy el color bordó, un rojo hecho más espeso y menos vivo por una tonalidad parecida a la sangre coagulada. El cambio existió, y una vecina lo notó. Lo paró en la esquina y le preguntó: ¿Por qué usted hoy no se ha vestido de azul? El joven, que nunca había hablado con la vecina a pesar de verla casi todos los días, le respondió meditabundo: No sé si mi respuesta la conformará, pero estaba leyendo un texto de Antonio Tabucchi y decidí cambiarme la remera. La vecina le dijo: No entiendo a qué se refiere y no sé quién es Antonio Tabucchi, pero le diré que el color bordó le sienta bien. El joven miró a la vecina; no estaba mal. Era alta y corpulenta, de pelo negro ondulado y pechos grandes. Vestía sencillamente; una pollera larga de tela liviana y una musculosa con escote provocador debajo de un chalequito que parecía artesanal y tejido por ella misma o por su anciana madre que también vivía ahí. La vecina lo invitó a entrar a su casa. El joven no era ni muy sociable ni muy conversador. Se sentó casi pálido y tembloroso en una silla de madera. La vecina preparaba dos tazas de té rojo y fuerte de espaldas al muchacho, que tranquilo y tímido comenzaba a observarla con otros ojos, otra mirada, una mirada que se dirigía casi distraídamente hacia la cola y la cintura de su vecina grandota. Podía ver detrás de la pollera liviana una bombacha tradicional de color blanco. Al voltear inesperadamente la vista hacia atrás, la vecina notó las intenciones secretas del muchacho en su mirada. Este le sonrió con timidez y ella le devolvió la sonrisa con una expresión de mujer entendida en cuestión de deseos sexuales. Volvió a la mesa con una bandeja pequeña de plástico con las dos tazas de té. Se sentó al lado del muchacho, a la derecha. La mesa era pequeña. El barrio, detrás de las cortinas y las ventanas, se veía límpido, fresco, tranquilo; quizás de vez en cuando pasaba un camión o se oían las voces de las chicas que habitualmente andaban por ahí. El joven se sintió casi aprisionado, acorralado, pero no deseaba irse ni tampoco tenía miedo, tan sólo una tensión provocada por aquella avasalladora mujer. Él tomaba el té agarrando la taza blanca de porcelana con su mano izquierda, y su mano derecha reposaba casi inerte entre él y la mujer. La anciana madre bajó unos escalones de la escalera; intercambió dos o tres palabras con la mujer morocha y exuberante, y volvió a subir metiéndose en una habitación del primer piso. El joven pensaba en cualquier cosa. No hablaba. No emitía sonido alguno, y ella tampoco. La mujer posó intempestivamente su mano grande de delicados contornos sobre la bragueta del muchacho, que en ese instante se sintió como invadido pero instintivamente se recostó hacia atrás, apoyándose completamente en el respaldo de la silla, alzando la vista hacia el techo y uniendo su nuca a la espalda. Mientras ella lo acariciaba lentamente haciéndole cosquillas con sus uñas, él miraba gozoso y en silencio la lámpara del comedor. De un patio vecino se oía una antigua canción triste. Las tazas quedaron quietas y con su contenido por la mitad. Y ella seguía y seguía, cada vez más, con un ritmo cada vez más rápido, aunque no violento ni caótico. Era el ritmo que le dictaba el jadear silencioso del muchacho con sus ojos desorbitados de placer. La miró de reojo, rojo su rostro de calor, faltaba poco, muy poco… Ella le sonrió y aceleró el ritmo un poco más, él acercó su rostro al de ella y la besó como pudo, casi mordiéndole los labios y en una posición incómoda, y ahí, en ese momento, el joven frunció los músculos de sus muslos, se deslizó un poco de la silla y desparramó gozosamente su blanco líquido sobre la mano de su vecina. Cerró los ojos y exhaló una respiración larga que venía conteniendo por algún motivo… Y así cansado vio cómo ella se levantaba y se dirigía al pequeño baño de la casa. El viejo pelado de la esquina, un cuarentón esquivo y callado, vio cómo el muchacho extraño del barrio se despedía de la morocha exuberante con un amistoso saludo en la puerta de la casa de enfrente. Se preguntó, pensativo, qué haría allí ese joven, puesto que nunca hablaba con nadie. El joven se dirigió caminando hacia la otra esquina, y la mujer morocha saludó al viejo pelado con una sonrisa típica de vecina y un gesto amable con su mano, la misma mano que había trabajado con diligencia y maestría para darle placer al joven que ese día había cambiado de color.
[Este pequeño relato pertenece a la quinta parte de mi décimo libro titulado La Gloria en el Ocaso. El libro secreto y una cruzada contra el tiempo. 2005 - 2006]

El extraño caso del mestizo petiso

¡Habla francamente! ¡Habla sin afeites, ni arrequives! ¡Habla para ser comprendido! ¡Comprendido, no por un grupo de delicados, sino por los millares, por los más simples, por los más humildes! ¡Y no temas jamás ser demasiado comprendido! ¡Habla sin sombras y sin velos, de una manera clara y firme, y de ser necesario, machacona, pesada! ¡Qué importa, si con ello estás más fuertemente sujeto al suelo! ¡Y si, para clavar mejor tu pensamiento, es útil que repitas las mismas palabras, repite, golpea, no busques otras palabras! ¡Que ni una palabra se pierda! ¡Que tu verbo sea acción!
Romain Rolland

Jueves 29 de septiembre de 2005
(Por la noche)

¡Personaje! Loco personaje. Pienso; Walter Scott no era Walter Scott cuando estaba solo y era pobre. Hoy leemos su historia y nos parece fabulosa, aún con su pobreza encima y su aguda soledad constante. Leemos sus palabras y nos parecen maravillosas, pero a él no le parecerían tanto cuando las escribió solo y pobre. Los vemos –a todos esos ilustres difuntos— envueltos en gloria sólo porque muchos años han pasado. Pero nadie se imagina la locura interior de un cerebro creador. Cuando la madre ve la televisión, el muchacho creador trama las relaciones inauditas entre todos y cada uno de los libros que ha escrito. ¿Cómo va a interesarle un estúpido programa de televisión? Y pasé de Walter Scott a la televisión… Y sí, ¿qué más da? Yo no soy Walter Scott. Gracias a Dios si es que poseo, por lo menos, un poco de inteligencia y los sentidos despiertos. Aquí abajo, en el subdesarrollo, en la modernidad, en la actualidad, todo es realmente complicado, y hasta cierto punto, desastroso. Y miro las miradas de los retratos de Honorato de Balzac y de Pío Baroja. Este último me mira desafiante; me dice: ¿Qué sos, cobarde? ¿Sos incapaz de seguir una tradición? ¿Vas a abandonar la batalla y te vas a unir al rebaño que toda nuestra tradición ha odiado de algún modo? Amigo, que su sangre no se enfríe. Que la tradición siga viva en usted. Ya sabemos que está abrumado por las adversidades, todos nosotros hemos sufrido las adversidades, pero vea, amigo fiel, cómo nos han sido útiles las adversidades. ¿Qué seríamos todos nosotros sin las adversidades? Baratos triunfadores de la burguesía que reposa siempre en la medianía. ¡Enemigos! Siempre serán nuestros enemigos. Existe un justificado rencor de clase. Aquel que estuvo abajo, si no es un traidor, no se regodeará tranquilo estando arriba. Procurará no estar arriba como lo están ellos. Quizás esté arriba, en cierto sentido, pero lo hará de un modo muy distinto que el burgués. Al burgués ya no le importan los otros. Construyó su nido y ahí se escondió sin mirar alrededor. Nosotros, aún si en algún tiempo estuvimos arriba, siempre abogamos por el ascenso de los de abajo. Míreme, amigo. Nosotros siempre estaremos aquí, aún cuando usted se muera. Lo sobreviviremos a usted y a sus hijos y a los hijos de sus hijos… Quizás no tanto, pero que viviremos más que usted, eso es seguro… Y así me hablaba Pío Baroja recién con su mirada. Honorato de Balzac, en cambio, no me dice nada… Es un gordo melancólico e inteligente, sensible y hasta visionario en cierto sentido. Eso me dice su mirada. Y pienso que Baroja tuvo más relaciones sexuales que Balzac –otro dato más del análisis visual—. ¡Ay! Qué pena que no sé todo lo que me gustaría saber. Me gustaría ser un erudito como los de antes, pero sin hacer todos los sacrificios que esa erudición requiere… Sí señores, la inteligencia ha decaído. O quizás sólo sea que la inteligencia de ahora sea distinta a la de antes. Funciona bien en otra dirección; en la dirección tecnológica. Pero en cuanto a la erudición libresca todo se fue derrumbando. Las bibliotecas se hicieron más pobres en sus contenidos. Los libros se imprimían por millares y pocos de ellos decían algo valioso. Sí, es como un cuento infantil, como decir: En aquella época todo estaba convulsionado, pocos entendían bien lo que sucedía, y a decir verdad, casi nadie entendía lo que sucedía en general. En esa tierra, en esa comarca, en ese pueblo, había una mezcla interesantísima de personas, pues todas ellas provenían de distintas razas, etnias, culturas y paisajes. Habían llegado en barcos a aquella tierra grande, fértil, vacía y despoblada. Los hombres se enamoraban de las mujeres y mantenían relaciones amorosas. Pronto comenzaron a nacer hijos y más hijos y más hijos, hasta que un día aquella tierra estaba llena de gente. Debido a la mezcla de razas, habían nacido mestizos de toda clase. Todos eran mestizos. Mezcla de una raza y otra. Y después transcurrieron como doscientos años. Y apareció un muchacho mestizo y petiso. La verdad es que estaba medio loco; esto lo decían y lo dicen, pero se ha corroborado en estudios psicológicos serios y confiables. Y el muchacho escribía libros. Muchos libros había escrito el muchacho, y más libros iba a escribir. Algunos dicen que lo hacía porque estaba aburrido, y como tenía afición a la lectura desde niño, bueno, se dedicó a leer, y luego, naturalmente, a escribir. Otros dicen que lo hacía porque era un vago y que le gustaba divagar y soñar despierto, y que esto era por cierta afición a cierta literatura china que engrandecía el ocio y la contemplación. Otros, insistían, decían que su gusto por el modo de vida oriental en cuanto a la tranquilidad y a la serenidad era un truco más para dedicarse a no hacer nada. Otros decían que era porque a veces fumaba marihuana y se colgaba demasiado en su pieza y que como lo único que tenía a su alcance eran libros, se dedicaba a leer, y luego, claro, a escribir. Y así circulaban las versiones en aquel barrio también repleto de hijos de inmigrantes. Eran los mestizos. Y otros, finalmente, esbozaban ideas más serias y más acabadas. Eran los que habían estudiado a fondo el caso –otros locos—, los que habían leído sus libros y habían analizado todas las indicaciones que él mismo había dejado confiando en la existencia futura de esos locos investigadores literarios; otra raza en peligro de extinción. Sabios que de tan sólo ver el lomo o la tapa de un libro podían adivinar en qué año había sido impreso, podían ordenar las bibliotecas de diversos modos y por diferentes motivos. Hasta podían ordenar a los autores según sus traumas psicológicos. Neuróticos por un lado, psicóticos por el otro, depresivos por aquí, ególatras y egocéntricos por allá, pervertidos sexuales aquí abajo en el otro estante, y así ad infinitum. También lo podían hacer por clases sociales. O por país de origen o, en fin, por géneros literarios. Bueno, dos locos de esa índole y estirpe, se habían dedicado un tiempo a estudiar la obra del muchacho, después de todo, era una historia interesante. En estos tiempos, en donde pocos de esos sabios aún vivían, siempre se alegraban cuando les presentaban un caso de estudio que parecía interesante. Sabían que iban a poder husmear completamente en la intimidad de otro ser. Tenían a su disposición todo el material requerido; cartas, fotografías, revistas, dibujos, ropa del difunto, objetos personales, diarios íntimos, libros publicados, ediciones extranjeras y en diversas lenguas extrañas, la biblioteca personal, catálogos hechos por el autor haciendo inventario de sus libros y publicaciones, etcétera. Por lo tanto, siendo amantes innatos de todo esto, los dos locos y sabios investigadores literarios fueron a enfrentarse al caso del mestizo petiso de aquel común barrio de mestizos. ¿Y qué se encontraron? ¡Uf! Un montón de cosas. Pero ahora yo no me voy a poner a contarles todo lo que encontraron. Creo que aún hoy pueden encontrarse los libros del mestizo petiso. Y también el libro que fue el resultado de la investigación de los dos sabios en extinción. El extraño caso del mestizo petiso se llamó el libro. En la portada publicaron una foto inédita del muchacho; y sí, era petiso. El libro relata la llegada a la casa del muchacho, una humilde casita de dos pisos. Desde afuera observaron los dos investigadores hacia la habitación que fuera el refugio del muchacho en tiempos de crisis, y también su estudio de trabajo literario, aunque los detractores continuaban insistiendo en que era un vago. El día de la llegada fue un día de lluvia, y en el barrio no había nadie. Los atendió un viejo sereno que cuidaba el hogar por encargo de vaya uno a saber quién, pero lo importante es que cuidaba la casa y mantenía el orden en la pieza que antaño fuera del muchacho. Ellos casi sabían con exactitud qué era lo que iban a encontrar, pues lo habían leído en las palabras autobiográficas del joven. Si no mentía, si no engañaba a sus lectores, entonces todo lo que él contaba tenía que estar ahí tal cual él lo había dicho en sus escritos. Los investigadores eran fanáticos de los cuentos del escritor estadounidense Edgar Allan Poe, y en esto sí se diferenciaban los investigadores del muchacho. Los gustos literarios no tenían casi nada que ver, aunque los investigadores respetaban y entendían y comprendían los gustos artísticos e intelectuales del joven petiso –y mestizo—. Entonces los investigadores tenían miedo, el viejo les parecía un poco extraño, y recordaron entonces un relato en donde el joven decía que el fantasma de su difunto padre vagaba libremente por las noches en la casa, y que de tanto en tanto, prendía y apagaba las luces. Y ya cuando subieron a la habitación del joven, todo terminó por volverse realmente fantástico. ¿Qué vieron? ¿Qué olieron? Olieron olor a marihuana –los investigadores también fumaban— y vieron las luces encendidas y a un joven sentado enfrente de su escritorio. Los dos tipos flacos y altos, con largos sobretodos azules o negros, se quedaron ahí mirándolo, y cuando el joven volteó la vista, vio dos cuerpos flacos con dos caras sumamente extrañas; una era la cara del gordo Honorato de Balzac, y la otra la de Pío Baroja, el escritor español y vago de profesión. Pero el joven pensó que eso ya era producto del cansancio. No vio más nada. Ni investigadores, ni gordos escritores, ni vagos escritores. Respiró cansado, afuera había lluvia y dos tipos flacos pasaron caminando en dirección a la esquina; vestían sobretodos. Scott había quedado tapado por otras cosas, otros libros, otras páginas. El cenicero tenía varias colillas apagadas de cigarrillos suaves. Filtros marrones aplastados. Pobre el mestizo petiso de la leyenda. Era un triste loco solitario como todos los representantes de la vieja y cómica tradición.

[Este texto pertenece a la quinta parte de mi décimo libro, titulado La Gloria en el Ocaso. El libro secreto y una cruzada contra el tiempo. 2005 - 2006]